Les dejo unos pequeños recortes del relato que estoy escribiendo, y que no puedo publicar porque quiero presentarlo en un concurso literario. Quisiera así dejar mi pequeño aporte al blog.
D. Emilio Pérez de la Rosa
Jesús Mendoza respiró el olor de la muerte paseando por su calle casi al anochecer. Una comitiva funeral, comandada por el cura de la parroquia y acompañantes vestidos de negro, pasaba en ese momento por su portal en dirección al cementerio. Más tarde supo que había muerto Don Emilio Pérez de la Rosa, antiguo profesor de la escuela del barrio, al que hacía unos años habían echado del colegio por viejo, y que ahora se dedicaba a loco profesional. Según sus vecinos más allegados, Don Emilio había acondicionado el salón de su casa como aula escolar, con una mesa de su propiedad y varias sillas prestadas por los vecinos. Cada mañana, a las ocho en punto, inauguraba la apertura de clases abriendo su puerta y colocándose con un libro de texto en una mano, y una regla de cuarenta centímetros en la otra, saludando a los alumnos puntuales y amonestando a los rezagados. Por supuesto, toda esta cadena de sucesos, sólo se producían en la imaginación de Don Emilio que, en horario de mañana, enseñaba a nadie a ser alguien. Y eso se corroboraban algunos que, pasando por su casa a media mañana, escuchaban sus gritos reprobadores dirigidos a sus imaginarios alumnos:
-Pongan más atención en clase, pinches escuincles.-
Un día que salió a la calle con las manos llenas de tizas, y gritando a un imaginario y holgazán Pedro Sánchez, que ya en esos días contaba treinta y cinco años, le gritó que si no estudiaba sería un ignorante toda su vida. Avisaron al médico del barrio para que le tratara la enfermedad, por la preocupación que estaba generando a más de uno y el miedo de los chamacos que ya ni iban a jugar por allí, o los vuelcos al corazón de la vecina de enfrente, Matilde Ramos, o los rodeos que daba una temerosa Ana Muñoz cuando iba a comprar las verduras cerca de la casa del profesor.
El día en que llegó Don Cándido Pérez, varios días antes de encontrarlo muerto en su mesa improvisada de profesor, lo vio de pie, demacrado y huesudo, en la puerta de su casa, oteando a ambos lados buscando a algún alumno escapado. Por aquello de quién no quiere la cosa, le preguntó a quién buscaba, a lo que Don Emilio le comentó, enfadado y enjuto, que esperaba a los chamacos rezagados que se habían escapado durante el recreo. El diagnóstico confirmado se lo dio Don Cándido a su vecino Alejandro Colmenar:
-locura nostálgica, causada por la soledad de a quién le han quitado lo que más amaba.-
Y como se decía que Don Horacio Gómez, director de la escuela, era el causante de la muerte de Don Emilio, lo único que se dignó a decir el día de la desgracia, fue:
-en lugar de uno, serán dos los días de luto oficial.-
Doña Esperanza Méndez.
Jesús Mendoza la vio apoyada en su taxi, con los ojos cerrados y lo brazos cruzados, a una hora tan temprana que hasta las legañas de sus ojos aún dormían. Según le comentaron, llevaba un año conviviendo con la soledad, el silencio y los suelos sin barrer. Su esposo Gilberto la había abandonado un veinte del mes de octubre del año anterior, al momento que salía corriendo de su casa intentando salvar la vida la noche en que ella se le acercó con el cuchillo pensando que su cabeza era un pimiento listo a trocear. Ya nunca volvió ni se dignó a aparecer, ni en una lejana esquina o escondido en casa de algún vecino pidiendo novedades.
Y tanto demostró Esperanza Méndez dominar el arte de la locura, que ya nadie, ni siquiera el médico del barrio, Don Cándido Pérez, que era el mismo que había tratado a Don Emilio Pérez de la Rosa, dudaba del diagnóstico:
-Tan loca como Don Emilio.-
Unos de los incidentes más dignos de señalar, fue aquel día de agosto del año anterior, en la época de lluvias. Esperanza salió a la calle mojada, anegada de charcos que reflejaban su paranoia, a primera hora de la mañana, media desnuda y demacrada, la falda hecha jirones y el pelo cortado con unas tijeras inexpertas. Varios testigos la vieron recriminando a Gilberto, su marido, que se había marchado hacía meses salvando la vida, por no haber ido a buscar los jitomates y las tortillas, el agua de jícama y los frijoles. Persiguió al fantasma por varias calles, y hasta entró en la casa de Emilio Pérez a base de golpes, pidiéndole que enseñase a su analfabeto marido a sumar pesos y a comprobar las devoluciones de los pedidos en la tienda de abarrotes. Luego la vieron salir, satisfecha. Y es que Don Emilio le prometió un pequeño hueco a su esposo junto a sus alumnos.
Y el motivo de la huida del esposo fue cuando, en el sopor del mediodía de un mes de julio, en un día no olvidado por nadie, Gilberto le narró a Anacleta Cifuentes, la mejor amiga de Esperanza, en medio de temblores y tartamudeos, que mientras almorzaba tranquilamente en la cocina hará media hora, ella lo miró fijamente, y le preguntó que quién es usted y donde está mi marido y porqué compartía su mesa con un desconocido y ni siquiera recordaba haberlo invitado. "Hasta yo mismo me convencí de no ser Gilberto Fernández", decía él, al recordar el rostro imperturbable de Esperanza.
Anacleta sólo pudo reconocerle al sufridor esposo, el origen de la enfermedad de su esposa: "heredada por parte de madre".
Y si Esperanza se llamó también la nueva conquista de Gilberto, Arcadio Menéndez era el nombre del abogado de Gilberto, cuyos papeles del divorcio le hizo firmar a Esperanza varios meses después. Ella se los firmó sin problemas en una laguna de cordura, en la mesa del salón, con las manos mojadas de lavar los trastes y una camisa blanca con restos de comida. Le comunicó la voluntad de su esposo y le deseó la mayor de las felicidades, con un tono tan falso que Esperanza, varios minutos después, cuando el abogado se disponía a salir por la puerta, le soltó un mensaje que le hizo tiritar justo cuando huía despavorido, tropezándose con los escalones que daban a la calle:
-Dígale a ese mamón que como se digne a aparecer por aquí, lo rebano como a un cerdo y los restos los tiro a la calle para que se lo coman los perros, ¿entendido?-
Lo único que recuerda Arcadio Menéndez es su calva sudorosa reluciendo en la afilada hoja del cuchillo de Esperanza Méndez.
Don Tomás Castillo "El Revolucionario"
También digno de mención es Don Tomás, un viejo decrépito al que llamaban "La enciclopedia andante" o "El Revolucionario" y que siempre llevaba una cartuchera con dos pistolas de juguetes, un traje barato de charro y un sombrero norteño. Don Tomás narraba, con voz autoritaria de dictador y una labia bien trabajada, trazos de la historia mexicana. Cuando le preguntabas sobre Pancho Villa o Emiliano Zapata, te decía toda su vida, las mujeres con las que se habían acostado y a los hombres que habían aniquilado durante la revolución. Casi todo era inventado, claro está, pero tan bueno era y tanto ímpetu le ponía, que todos los oyentes que pasaban por la cantina donde narraba sus espectaculares batallas, quedaban tan embobados y convencidos, que casi se levantaban en armas listos para atacar en una nueva revolución en pos de la libertad y en contra de la explotación laboral.
4 comentarios:
Me gusta mucho lo que leo. Has pulido el estilo de una forma asombrosa.
Mode,voy a leer esto en el avión camino de Barcelona...A pregonarlo a los cuatro vientos. Ya te contaré, pero por los comentarios parece que esta muy, muy bien...
Mode, me gustó mucho leer este trocito de tu relato. Estas refinandote mucho y se nota que te lo estas trabajando. Enhorabuena.
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