Mi abuelo era callado.
Silencioso,
se movía sin apenas hacer ruido
aunque arrastrara los pies
dejando un rastro de barro
que se perdía tras la puerta del comedor.
Callado
fumaba toda la tarde recostado
en su sillón de cuero,
verde y desvencijado.
Mi abuelo se cerraba en el comedor,
y él también se cerraba.
Y así, todas las tardes.
Parecía que no quería a nadie.
Que no conocía a nadie.
Cuando mi madre
-su hija mayor-
le dijo que se casaba con mi padre
-su primer yerno-
no le dirigió la palabra,
se la dirigió a mi padre:
“Cuando no la quiera,
usted la trae de nuevo a su casa”.
Y volvió el silencio
mezclado y liado con tabaco.