El rifle color verde pistacho
El desfile del día grande enardeciendo el triunfo de la autócrata Tristeza sobre la vetusta República rodaba por las calles: una silenciosa mancha negra alineada al milímetro. Rictus serios y apesadumbrados que portaban banderas grises y púrpuras a las que el viento apenas conseguía ondear. Los uniformados, de riguroso negro, que encabezaban la comitiva reverenciaban al Presidente que, sentado en su trono de ampuloso oro, saludaba el paso de la marcha con un leve movimiento de cabeza. La audiencia, también uniformada de completo negro, llenaba las aceras de la “Avenida Dolor”, engalanada con luctuosos crespones en los balcones y las farolas. Al final de la Avenida, bajo el Arco del Triunfo, se hallaba el púlpito del Presidente, a más de tres metros del suelo y custodiado por la escolta presidencial, que sujetaban con dificultad a enfurecidos Dóbermans que ladraban enloquecidos al paso del desfile de la Armada. Las perpendiculares “Calle Desesperanza” y “Pasaje Soledad” estaban flanqueadas por enormes guardias ataviados con escudos, cascos, protecciones y fusiles en ristre.
Él deambulaba nervioso por su apartamento. Era consciente de que cualquier paso mal dado fuera del plan sería el fin; la policía entraría a culatazos en su apartamento y en menos de veinticuatro horas, y tras la somanta de palos con la que le invitarían a subir al furgón policial, sería condenado a muerte sin clemencia. A ratos miraba el desarrollo de los fastos anuales en la televisión. Sentado a la mesa del comedor repasaba de memoria las cantidades que debía extraer de cada pipeta que permanecían cerradas herméticamente. Sólo contaba con una bala. Una única oportunidad sin espacio al error. Una sola bala que debía impactar, de forma certera, en pleno corazón del Presidente. El rifle pintado a irregulares brochazos de color verde pistacho descansaba con el cañón apoyado en la puerta de la nevera. Mientras Él se acercaba sigiloso a la ventana y echaba furtivas ojeadas a las azoteas y terrazas adyacentes en las que no cabía un policía más, el Presidente era agasajado con los bailes y volteretas de tres docenas de niños de la Escuela de Danza. Los distintos grupos infantiles, con gorras negras caladas hasta el entrecejo y los colores gris y púrpura de la bandera nacional bordada en las viseras, desplegaban sus tediosos movimientos al ritmo de la letanía de sus maestros. Él se dispuso a rellenar la bala con las minuciosas cantidades memorizadas semanas atrás valiéndose de una jeringuilla de metal: 1 miligramo de esperanza que extrajo del brazo izquierdo de su esposa, 2 miligramos de alegría que extrajo de su hijo pequeño, 1 miligramo y medio de placer que sacó la misma noche de su bajo vientre, 4 miligramos de amor que extrajo de su dedo corazón y 3 miligramos de amistad que los días previos fue aprovechando de las muñecas de los tres amigos implicados en la conspiración y que esperaban refugiados en la buhardilla su llamada tras el atentado. Completó la bala con paciencia y precisión. La levantó hasta sus ojos e inspiró profundamente. Agarró la botella de vino tinto con la que la noche anterior calmó sus nervios mientras pintaba el rifle, y roció el interior de la bala con un chorro que decidió a ojo; la agitó enérgico, y la prensó con gran esfuerzo. Cogió el Rémington verde pistacho de cerrojo y cargó la munición. En la televisión, que permanecía con el volumen al mínimo, el longevo Presidente se dirigía al estrado para entonar la arenga del “Día Nacional”. Sus súbditos, al unísono, hincaron la rodilla derecha en el suelo, se destaparon el cráneo con un gesto rápido, atoraron la cabeza, y se llevaron la mano derecha al corazón; un golpe seco que sonó como miles de bombos baqueteados a la vez. Él bebió a morro de la botella de vino; apagó la televisión y se acodó sobre el improvisado atril que creo con un viejo revistero para poder apuntar con el rifle desde la ventana sin el temor a que el cañón fuera descubierto desde cualquier azotea custodiada. Descorrió lentamente las cortinas para dejar paso a la punta del cañón, y localizó el rostro orondo y presuntuoso del Presidente en el visor. El Presidente desplegó la hoja en la que tenía escrito con letra menuda el discurso; deslizó sus gafas de lectura a lo largo de la nariz y entonces Él divisó su coronilla despoblada. El Presidente volvió a levantar la barbilla y con la mirada recorrió la silenciosa Avenida tomada por miles de obedientes autómatas. Tamborileó con los dedos sobre el micrófono, que le devolvió un pitido. Él, recorrió apuntando su torso y dirigió la cruz de la mira al pañuelo gris y púrpura que sobresalía ligeramente del bolsillo izquierdo de la chaqueta. Cogió aire. Empezó a apretar el gatillo; escuchó su quejoso sonido metálico al replegarse. El Presidente tosió. “Bienvenidos”, saludó a la audiencia con voz gutural. Él parpadeó un momento antes de disparar. El impacto en el pecho del Presidente fue preciso. El proyectil le partió en dos el corazón. En el momento en que su pesado cuerpo se derrumbaba abrió mucho la boca y exhaló un quejido que sostuvo hasta que la escolta se apresuró a auxiliarlo. Él soltó el rifle y se dejó caer en el sofá. Sabía que aquel ataque no acabaría con la vida del Presidente, pero la mezcla que se esparciría por su cuerpo lo dejaría gravemente contagiado. Encendió un cigarrillo y escuchó como estruendosas pisadas y rápidos y agigantados pasos bajaban y subían las escaleras del edificio, forzando a patadas las puertas de los apartamentos entre gritos y maldiciones. El aire empezó a oler distinto; decididos rayos de sol se abrieron paso a codazos entre las plomizas nubes y el eterno color púrpura del cielo de la Avenida Dolor tornó a un claro azul celeste. Los gritos de estupor del público asistente, poco a poco, se convirtieron en nerviosas risas acalladas por las manos, y los lamentos que acompañaron el traslado del Presidente escoltado en la ambulancia, se transformaron en carcajadas al abrir paso al vehículo por la atestada Avenida. Él estrujó la colilla del cigarro en el cenicero, cogió el teléfono móvil y marcó el número de su esposa, que esperaba la llamada escondida en la buhardilla junto al resto del Comando. Esperó al primer tono y colgó. Se recostó a un lado del sillón; se quitó los zapatos pisándose los talones y se quedó dormido.
4 comentarios:
La verdad que la presentadora de televisión norcoreana súper-compungida anunciando la muerte de su dictador de turno me recordó un poco a aquellas imágenes en blanco y negro de Don Carlos Arias Navarro anunciando la muerte de nuestro excelentísimo dictador de turno
Excelentísimo relato Raúl…….
Esperpénticas sociedades humanas que hemos creado...Damos mucha pena...
Menos mal que existen escritores para reirnos de nuestras payasadas...
¡Muy bueno Raúl...!
Me gusta mucho tu relato Raul. Has descrito muy bien la escena. La composición de la bala me ha resultado original...mi enhorabuena.
El universo del Gran Hermano de Orwell existe en Corea del Norte.
Publicar un comentario