Ruta por dos volcanes con corona
Marchan las palabras al exilio cuando me aproximo a las estribaciones de tu grandeza. Su ausencia destila con reposo cada momento a tu lado y enardece cada una de tus cualidades. Me atrae tu mirada porque sé que en ella el páramo se hace mar, me guían los estratos avellanados que rodean a tus pupilas porque en ellas se define el cruce entre ficción y realidad.
Quiebra su ritmo el pulso cuando contemplo las líneas puras de tus caderas. Su forma de cono culmina en una corona solaz que en sucesivas erupciones parió dos cauces de incandescente vitalidad, arropados por un manto de tabaibas y sueños a medio cumplir. La carne de tu tierra es un lecho de fruta escarchada donde el malpaís que un día derramaste celebra el gozo bruñido de la luz del mediodía. Recluído en nuestra escala, cierro el cerco al desánimo cuando dedicamos un ditirambo al olvido al son de la sonata hedonista del deseo.
Extinto el destello inicial, los líquenes tapizan de un pardo apagado las ramas de algún almendro solitario cuyas ramas, contorsionadas por los giros del devenir en una maraña de composición geométrica, burlan a la monotonía con flores alborosadas de invierno. También hay viñedos que combaten al estío lamiendo la humedad de la noche. Pero la ruta está dominada por la piedra: al principio se manifiesta en un lecho de picón donde el camino traza el queloide de una cicatriz que se estrecha en su progresión. Al llegar al cráter la senda desaparece entre placas de piedra, irregulares dentro de su regularidad, perforadas como esponjas pero salpicadas por tibio verdor, limadas por las inclemencias pero no libres de asperezas.
Entonces, afronto la fase más difícil: el escarpado ascenso a la arista de tu cráter a través de tu tierra bermeja. Rasgando el silencio, se desprenden ocasionales cantos que ruedan como lágrimas, en un estrépito etéreo, por una pendiente de vértigo no menos inquietante por su atávica amenaza que por su impacto visual. Los pasos que doy adquieren la sutileza y densidad del funambulista. Una firmeza apócrifa me empuja hacia arriba. Por fin, hago cumbre. Conquisto la cima del mundo. Exhausto, celebro la coronación. Me asomo con un ojo al abismo de tus entrañas y con otro al fruto de tu manto. Aquí, a seiscientos metros de altitud, el alisio sopla con fuerza y tambalea mi equlibrio cuando el cobijo de tu abrazo se ve interrumpido por el abismo de tu atalaya. Entonces, tu imagen se diluye como una acuarela bajo un aguacero y yo, como Sísifo, tengo que volver a iniciar la ascensión.
2 comentarios:
Hermosa, preciosa descripción...
Aqui lo adiviné enseguida, desde que vi el paisaje de Lanzarote y la subida, dije este es...
Relato muy armonioso Michel….Me ha gustado muchísimo como dibujas el recorrido, parece que nos llevaras en volandas hacia el…………
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