viernes, 15 de mayo de 2009
La parada de guagua.
Aún llovía, pero con menos intensidad. Así que levanté las solapas del abrigo y me encaminé a la parada de la guagua con la esperanza de que llegara antes de que volviera a llover más fuerte. No recuerdo cuando fue la última vez que había subido en una guagua, años supongo, la ventaja de tener un coche siempre disponible. La excepción de hoy se debía a que dejé el coche en el servicio técnico y no había nadie que pudiera recogerme a las diez de la mañana, así que no había otra alternativa que coger la guagua. O caminar veinte kilómetros hasta casa.
Me acerqué al panel informativo y escruté los planos, los horarios y los recorridos hasta descubrir que la guagua que debía tomar pasaría en torno a las diez y cuarenta y cinco. Consulté mi reloj y para mi desgracia comprobé que aún faltaban cuarenta minutos para la hora. Miré al cielo y vi cruzar un enorme nubarrón negro, me apretujé bajo la marquesina y recé para que no aumentara el viento.
Distraído como estaba, noté que alguien me empujaba.
—Perdone. He entrado corriendo huyendo de la lluvia y no me he dado cuenta que había alguien aquí dentro.
—No se preocupe señora —me giré para mirar a mi interlocutora y me quedé sin palabras.
Entraría dentro de la descripción de señora tal vez por la edad, madura. Y por su porte elegante y su vestimenta. Pero su desparpajo y su sonrisa parecían los de una chiquilla adolescente. Rubia, con media melena, y unos hoyuelos en las mejillas que se le acentuaban con la sonrisa. Una sonrisa blanca, perfecta, enmarcada por dos labios carnosos tintados de carmín rojo. Iba forrada de arriba abajo con un enorme abrigo negro y llevaba unas botas marrones manchadas de barro marrón.
—Es que temía perder la guagua —contestó mientras miraba con atención el panel informativo—. No se entiende nada con tanto diagrama y tantos recorridos.
—¿Hacia donde va?
—Hacia Arucas.
—Yo también voy hacia Arucas. La guagua no pasará hasta menos cuarto, todavía quedan treinta y cinco minutos —contesté mirando distraído el reloj—.
—¡Vaya! Y yo corriendo. Es que me dijeron en el centro comercial que pasaba a y cuartos. Habrá que esperar entonces.
Cerró el paraguas y lo sacudió hacia la calle. Luego se quitó el abrigo, con una sensualidad que casi me puse a tararear el you can leave your hat on y lo sacudió despreocupada de tal forma que me mojó toda la cara. Me quedé mirándola, con el pelo chorreando, sin saber qué decir. Pero ella se disculpó nuevamente y me secó la cara con su mano. Su tacto suave y frío me produjo una corriente eléctrica que recorrió mi espina dorsal y se quedó alojada en mi nuca. El efecto secundario fue un sonrojo imposible de disimular.
Ella sonrió pícara, apartó su mano y me la extendió a modo de saludo.
—Me llamo Elisa.
Le estreché la mano con timidez, pero ella la apretó con calidez. Luego entablamos una conversación trivial sobre el tiempo, la lluvia, las esperas y las desesperaciones. Y así fue pasando el tiempo. Poco a poco la pequeña marquesina se fue llenando de gente que iba y venía según pasaban los minutos y se sucedían las guaguas a distintos destinos. Al poco tiempo ya no cabía nadie más en la marquesina y Elisa y yo nos apretujamos hombro a hombro en una de las esquinas. El tiempo pareció detenerse en aquella esquina donde el vaho de nuestra voz empañaba los cristales mientras las gotas de lluvia, al otro lado, dejaban surcos minúsculos al descolgarse lentamente hacia el suelo.
De pronto todo el mundo comenzó a moverse. Una guagua se paró junto a la acera, con un rótulo electrónico que ponía: “Las Palmas-Arucas”. Iba hasta los topes, y la gente de la acera comenzó a arremolinarse con prisa delante de la puerta. Apretujones, empujones, gritos. Elisa hizo gala de su habilidad con los codos y poco a poco se fue posicionando en los primeros puestos, pero yo me fui rezagando. A merced de la marea humana me dejé llevar, pero de repente la puerta de la guagua se cerró. El chófer gritó a modo de disculpa: “en seguida viene otra guagua de refuerzo”, y arrancó y se fue. Y se llevó a Elisa, que en pie en la parte trasera de la guagua me decía adiós con la manita.
Yo me quedé en medio de la acera, mojándome bajo la lluvia y contemplando cómo la guagua se perdía tras la rotonda al final de la calle. Fui el primero en llegar y el único que se quedó sin coger la guagua. Regresé al cobijo de la mampara y volví a repasar los horarios en el panel informativo, la próxima no volvería a pasar hasta dentro de una hora. Y en esto estaba pensando cuando de repente sentí que alguien me empujaba.
—Perdone. He entrado corriendo huyendo de la lluvia y no me he dado cuenta que había alguien aquí dentro.
Sonreí.
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3 comentarios:
Si ,la guagua da para muchas anécdotas…Puede que sea una fantasía lo tuyo. Recuerdo los días de estudiante que tenía que coger “todos los días”la guagua, a veces me agarraba a la fantasía para soportar el madrugón, hoy en día se ven muchas mujeres bonitas en las paradas , dentro de la guagua, y claro ¡imaginar es gratis….!
¡¡Sigue, sigue....!!
"El día de la marmota" en una marquesina!!!
Qué bien contado, Claudio.
¿Te cansarías de vivir, una y otra vez, el mismo momento con Elisa?
Que bueno si señor, me ha gustado mucho...Las mujeres maduras tienen un encanto especial, y esta estaba buenisima.
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