sábado, 19 de diciembre de 2009

Tempestad sobre Arucas.

La semana pasada cayó sobre la isla una buena tormenta de estas que caen cada cuantos años. Se dió la casualidad de que sobre la una de la madrugada me encontraba en la montaña de Arucas (por  motivos laborales, no piensen cosas raras) y tuve la suerte de gozarme el espectáculo que el divino Thor y el alabado Zeus se dieron el gusto de ofrecernos.




  El rayo está casi al final, asi que tener paciencia.

Hedonistas en el mundo.

Siguiendo la moda de la telemierda (españoles en el mundo, callejeros viajeros, etc.), los hedonistas se han lanzado al mundo exterior y nos cuentan sus  experiencias. Ya nos han contado Rafa y Raúl sus aventuras en el extranjero (Barcelona e Irlanda) y el Gran Magister desde Lanzarote nos tiene al día sobre sus andanzas. Yo no voy a ser menos y para realizar la crónica de hoy me he ido a un sitio lejano, en los confines del mundo conocido, un sitio maravilloso como pocos: La Cruz de Tejeda.
  Estoy pasando el fin de semana en el Parador de la Cruz de Tejeda, y esto es la gloria bendita. La tranquilidad y el aire puro se respiran por todos lados. Aquí no hay giris borrachuzos, niños pesados, ni pandillas de poligoneros.



  El parador en sí es una maravilla, han rehabilitado la parte antigua (que fue diseñada por el hermano de Nestor)  y han añadido más habitaciones y un spa, que aún no está abierto al público porque  al parecer faltan por llegar materiales. Sí está terminada la piscina aunque tampoco está abierta al público, pero que parece colgar sobre los pinos. Una pena porque hubiera sido una delicia darse un baño rodeado de pinos y brumas alisias.
  Esta mañana, después del desayuno, hemos hecho la caminata hasta el Roque Nublo. La mañana estaba preciosa y hemos disfrutado con las vistas, un paseo que hay que repetir.
  Por la tarde, despues de tomarnos un café con vistas al Bentaiga, yo me he metido en el salón del Parador (que tiene conexion wifi para enviar crónicas) y mi mujer se ha ido a dar un paseo por los alrededores. Al final se le ha hecho de noche y casi no encuentra el camino de regreso y casi me pilla descorchando el champán.
  Espero que disfruten con las fotos.



















jueves, 17 de diciembre de 2009

Tres de los personajes de "El Vochito".

Les dejo unos pequeños recortes del relato que estoy escribiendo, y que no puedo publicar porque quiero presentarlo en un concurso literario. Quisiera así dejar mi pequeño aporte al blog.


D. Emilio Pérez de la Rosa


Jesús Mendoza respiró el olor de la muerte paseando por su calle casi al anochecer. Una comitiva funeral, comandada por el cura de la parroquia y acompañantes vestidos de negro, pasaba en ese momento por su portal en dirección al cementerio. Más tarde supo que había muerto Don Emilio Pérez de la Rosa, antiguo profesor de la escuela del barrio, al que hacía unos años habían echado del colegio por viejo, y que ahora se dedicaba a loco profesional. Según sus vecinos más allegados, Don Emilio había acondicionado el salón de su casa como aula escolar, con una mesa de su propiedad y varias sillas prestadas por los vecinos. Cada mañana, a las ocho en punto, inauguraba la apertura de clases abriendo su puerta y colocándose con un libro de texto en una mano, y una regla de cuarenta centímetros en la otra, saludando a los alumnos puntuales y amonestando a los rezagados. Por supuesto, toda esta cadena de sucesos, sólo se producían en la imaginación de Don Emilio que, en horario de mañana, enseñaba a nadie a ser alguien. Y eso se corroboraban algunos que, pasando por su casa a media mañana, escuchaban sus gritos reprobadores dirigidos a sus imaginarios alumnos:

-Pongan más atención en clase, pinches escuincles.-

Un día que salió a la calle con las manos llenas de tizas, y gritando a un imaginario y holgazán Pedro Sánchez, que ya en esos días contaba treinta y cinco años, le gritó que si no estudiaba sería un ignorante toda su vida. Avisaron al médico del barrio para que le tratara la enfermedad, por la preocupación que estaba generando a más de uno y el miedo de los chamacos que ya ni iban a jugar por allí, o los vuelcos al corazón de la vecina de enfrente, Matilde Ramos, o los rodeos que daba una temerosa Ana Muñoz cuando iba a comprar las verduras cerca de la casa del profesor.

El día en que llegó Don Cándido Pérez, varios días antes de encontrarlo muerto en su mesa improvisada de profesor, lo vio de pie, demacrado y huesudo, en la puerta de su casa, oteando a ambos lados buscando a algún alumno escapado. Por aquello de quién no quiere la cosa, le preguntó a quién buscaba, a lo que Don Emilio le comentó, enfadado y enjuto, que esperaba a los chamacos rezagados que se habían escapado durante el recreo. El diagnóstico confirmado se lo dio Don Cándido a su vecino Alejandro Colmenar:

-locura nostálgica, causada por la soledad de a quién le han quitado lo que más amaba.-

Y como se decía que Don Horacio Gómez, director de la escuela, era el causante de la muerte de Don Emilio, lo único que se dignó a decir el día de la desgracia, fue:

-en lugar de uno, serán dos los días de luto oficial.-


Doña Esperanza Méndez.


Jesús Mendoza la vio apoyada en su taxi, con los ojos cerrados y lo brazos cruzados, a una hora tan temprana que hasta las legañas de sus ojos aún dormían. Según le comentaron, llevaba un año conviviendo con la soledad, el silencio y los suelos sin barrer. Su esposo Gilberto la había abandonado un veinte del mes de octubre del año anterior, al momento que salía corriendo de su casa intentando salvar la vida la noche en que ella se le acercó con el cuchillo pensando que su cabeza era un pimiento listo a trocear. Ya nunca volvió ni se dignó a aparecer, ni en una lejana esquina o escondido en casa de algún vecino pidiendo novedades.
Y tanto demostró Esperanza Méndez dominar el arte de la locura, que ya nadie, ni siquiera el médico del barrio, Don Cándido Pérez, que era el mismo que había tratado a Don Emilio Pérez de la Rosa, dudaba del diagnóstico:

-Tan loca como Don Emilio.-

Unos de los incidentes más dignos de señalar, fue aquel día de agosto del año anterior, en la época de lluvias. Esperanza salió a la calle mojada, anegada de charcos que reflejaban su paranoia, a primera hora de la mañana, media desnuda y demacrada, la falda hecha jirones y el pelo cortado con unas tijeras inexpertas. Varios testigos la vieron recriminando a Gilberto, su marido, que se había marchado hacía meses salvando la vida, por no haber ido a buscar los jitomates y las tortillas, el agua de jícama y los frijoles. Persiguió al fantasma por varias calles, y hasta entró en la casa de Emilio Pérez a base de golpes, pidiéndole que enseñase a su analfabeto marido a sumar pesos y a comprobar las devoluciones de los pedidos en la tienda de abarrotes. Luego la vieron salir, satisfecha. Y es que Don Emilio le prometió un pequeño hueco a su esposo junto a sus alumnos.
Y el motivo de la huida del esposo fue cuando, en el sopor del mediodía de un mes de julio, en un día no olvidado por nadie, Gilberto le narró a Anacleta Cifuentes, la mejor amiga de Esperanza, en medio de temblores y tartamudeos, que mientras almorzaba tranquilamente en la cocina hará media hora, ella lo miró fijamente, y le preguntó que quién es usted y donde está mi marido y porqué compartía su mesa con un desconocido y ni siquiera recordaba haberlo invitado. "Hasta yo mismo me convencí de no ser Gilberto Fernández", decía él, al recordar el rostro imperturbable de Esperanza.

Anacleta sólo pudo reconocerle al sufridor esposo, el origen de la enfermedad de su esposa: "heredada por parte de madre".
Y si Esperanza se llamó también la nueva conquista de Gilberto, Arcadio Menéndez era el nombre del abogado de Gilberto, cuyos papeles del divorcio le hizo firmar a Esperanza varios meses después. Ella se los firmó sin problemas en una laguna de cordura, en la mesa del salón, con las manos mojadas de lavar los trastes y una camisa blanca con restos de comida. Le comunicó la voluntad de su esposo y le deseó la mayor de las felicidades, con un tono tan falso que Esperanza, varios minutos después, cuando el abogado se disponía a salir por la puerta, le soltó un mensaje que le hizo tiritar justo cuando huía despavorido, tropezándose con los escalones que daban a la calle:

-Dígale a ese mamón que como se digne a aparecer por aquí, lo rebano como a un cerdo y los restos los tiro a la calle para que se lo coman los perros, ¿entendido?-

Lo único que recuerda Arcadio Menéndez es su calva sudorosa reluciendo en la afilada hoja del cuchillo de Esperanza Méndez.


Don Tomás Castillo "El Revolucionario"


También digno de mención es Don Tomás, un viejo decrépito al que llamaban "La enciclopedia andante" o "El Revolucionario" y que siempre llevaba una cartuchera con dos pistolas de juguetes, un traje barato de charro y un sombrero norteño. Don Tomás narraba, con voz autoritaria de dictador y una labia bien trabajada, trazos de la historia mexicana. Cuando le preguntabas sobre Pancho Villa o Emiliano Zapata, te decía toda su vida, las mujeres con las que se habían acostado y a los hombres que habían aniquilado durante la revolución. Casi todo era inventado, claro está, pero tan bueno era y tanto ímpetu le ponía, que todos los oyentes que pasaban por la cantina donde narraba sus espectaculares batallas, quedaban tan embobados y convencidos, que casi se levantaban en armas listos para atacar en una nueva revolución en pos de la libertad y en contra de la explotación laboral.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Eloísa.

Conocí a Eloisa en un bar de carretera. No creo que fuera un encuentro casual, tampoco creo que el destino tuviera nada que ver en ello, pienso más bien que simplemente ocurrió. Yo me había aficionado a pasar las largas noches de insomnio junto a la barra del bar de carretera, bebiendo pequeños sorbos de un whisky que debía destilar el camarero en la trastienda con calcetines sudados y fumando un cigarro negro barato. Aquel antro se había convertido en el refugio de una variopinta fauna nocturna que incluía yonkis, chulos, alcohólicos, putas y fracasados, como yo mismo. Me agarraba al vaso como si se tratara de un salvavidas en medio de un mar de desesperación rodeado de perdedores. Y al observarlos por el fondo del vaso, en cada trago que daba, veía sus grotescos rostros retorcidos en muecas de impotencia y desaliento. Yo me reía de ellos sin darme cuenta que hacía ya mucho tiempo que yo me ahogaba en las mismas aguas envuelto en alcohol y falsas esperanzas.




Una de aquellas almas en pena era Mara, una vieja desdentada, baja y desaliñada, que en cuanto se quedaba sin dinero para pagarse el ron desfilaba de mesa en mesa ofreciendo una mamada a quien quisiera pagarle una copa. A partir de la medianoche y si la cosa no andaba bien, Mara declaraba la happy hour y se abría de piernas por el mismo precio. En más de una ocasión yo mismo le cobré la copa en el asiento trasero de mi viejo mercedes, no es que me enorgullezca de ello, pero tampoco estuvo tan mal la cosa. Y es que cuando estás en la mierda no importa revolcarte un poco más en ella.

Una noche como otra cualquiera, mientras los parroquianos rumiaban su amargura entre trago y calada y mientras Mara desgranaba su catálogo de habilidades a un camionero con pinta de boxeador sonado, apareció ella. Cruzó la puerta y sin detenerse se plantó en medio del bar. De repente se hizo el silencio, nadie se atrevió a moverse, incluso el humo de los cigarros pareció congelarse bajo los focos y el ventilador del techo, que removía el aire espeso en el local, levantó su larga melena negra en cámara lenta. Miró alrededor y durante un instante nuestras miradas se cruzaron, y me pareció mirar el oscuro pozo de su alma, y sentí al mismo tiempo espanto y ternura, amor y derrota. Frunció el ceño, apartó la vista y miró a Mara al otro lado de la barra. Fue hacia allá, agarró a la mujer por el brazo y tiró de ella, «vámonos a casa, es tarde». La vieja forcejeó, se libró de la chica y continuó hablando con el camionero como si no pasara nada. Eloísa, más tarde me dijo su nombre, insistió. Comenzó a hablar con Mara, el camionero le agarró la mano, ella lo empujó, él le gritó, ella le gritó más, la vieja agarró la bragueta del casanova, Eloísa la agarró por la cintura y el tipo la empujó. En ese momento los acontecimientos se dispararon, Eloísa lo insultó, la vieja lo abofeteó, él la tiró sobre una mesa, Eloísa lo agarró del brazo y cuando él lanzaba su puño hacia atrás para estamparle la preciosa cara le estalló una botella en la cabeza. Fui yo. No podía quedarme de brazos cruzados mientras la mujer más hermosa que había visto nunca era maltratada por un borracho de bar. Cogí una botella de una de las mesas y sin pensarlo dos veces se la rompí en la jeta, le partí la nariz y le corté el labio superior. El tipo comenzó a sangrar como si lo hubieran degollado, cayó de rodillas y se desmayó sobre el suelo. Cogí a Eloísa del brazo, ella cogió a Mara y los tres salimos del bar sin mirar atrás. Las peleas en el bar no eran infrecuentes y de cuando en cuando un par de borrachos se ponían gallitos y terminaban a galletazos, el ganador salía por patas y el perdedor quedaba abandonado a su suerte sin que ninguno de los asistentes moviera un dedo por ayudarle.

En el aparcamiento, en la parte trasera del bar, Eloísa le soltó un broncazo a la vieja de mil pares. Yo aproveché para observarla detenidamente bajo la luz de la farola que alumbraba mejor que los focos mugrientos del bar. Era más bien baja, pero maciza, con la figura llena de curvas que se veían perfectamente embutidas en un pantalón vaquero con rallas, una camiseta blanca y azul con un escote que dejaba poco margen a la imaginación, una ciento diez de talla de sujetador (más o menos, más bien más). Una cara ancha con la mandíbula bien marcada en una expresión de firmeza, la nariz chata y unos ojos grandes de color miel con dos inmensas pestañas negras. Su pelo negro suelto revuelto después del forcejeo se le pegaba a la cara y ella se lo apartaba con unos coquetos movimientos de la mano. Era perfecta. Intentó llamar un taxi con su móvil pero yo me ofrecí a llevarla a casa o a donde quisiera, metimos entre los dos a la vieja en el asiento trasero y conduje siguiendo las instrucciones de Eloísa. Mientras Mara dormía la mona detrás mi acompañante me fue contando retazos de su historia mientras me guiaba por la carretera hasta un desvío en un barrio de mala muerte de un sitio que solo recordaba como una imagen borrosa que pasaba a toda velocidad a través de los cristales de mi coche. Resultó que la otra era su madre, y que había sido una persona normal hasta que cayó en una depresión después de un desengaño amoroso o no se bien qué coño pasó. El caso es que después de varios años con antidepresivos y ansiolíticos decidió cambiar el tratamiento y comenzó a beber whisky, después ron y por último las colonias de su aparador. Y cuando ya pensaba que no podía caer más bajo, empezó a frecuentar aquel bar de carretera donde terminó lamiendo los vasos de los clientes que se marchaban y follando y chupándosela a quien le pagara un par de copas.

Finalmente llegamos a su casa, aparqué junto a la puerta y mientras ella abría yo fui a por la madre. La muy puta se había vomitado encima pero de paso había dejado hecho una mierda todo el asiento trasero, vómito asqueroso de whisky de garrafa, ron barato, papas fritas y con toda seguridad semen. Me dieron ganas de patearle la cabeza, pero un vistazo al umbral me hizo serenarme y me limité a agarrarla por los tobillos y arrastrarla fuera del coche. La levanté por la espalda y la metí dentro de la casa, Eloísa me guió por un pasillo estrecho y destartalado hasta una habitación más destartalada aún y la dejé caer sobre la cama. La cabrona ni se movió, tal como cayó continuó roncando.



Luego me llevó hasta un pequeño salón que estaba casi en penumbra, más por la mugre en los bombillos que por otra cosa. Sacó una botella de whisky y me puso un vaso mientras ella se desahogaba contándome lo mal que lo estaba pasando con su madre, que temía que un día le ocurriera algo malo y no se qué más historia ya que yo estaba demasiado ocupado vaciando la botella y contemplando su escote hasta que se encogió en el sillón y se echó a llorar. Yo no sabía muy bien qué hacer así que me pegué un buen trago directamente de la botella y me arrodillé junto a ella, le separé las manos de la cara y le di un beso, la agarré por la nuca pero ella consiguió soltarse y me dio un bofetón. Retrocedió por el sillón y siguió llorando a lágrima viva. Yo lejos de amilanarme me excité aún más, fui hacia ella y agarrándole las manos la volví a besar, la acorralé contra el respaldo y el apoyabrazos y la apreté más fuerte. Ella gritaba, forcejeaba y lanzaba patadas, se retorcía como una víbora pero yo no cejaba en mi empeño. Al poco noté que abría su boca solícita y enroscaba su lengua con la mía, los forcejeos se convirtieron en contoneos, me clavó las uñas en los hombros y me aprisionó por la espalda con sus piernas meneando las caderas con lujuria. Por un momento consiguió sorprenderme pero ella me agarró la cabeza y comenzó a lamerme la cara, el cuello y el pecho. En ese instante caí a sus pies y me manejó a su antojo como si fuera una marioneta, su juguete sexual. Me chupó el rabo como si fuera una piruleta, cabalgó sobre mí hasta que sentí que me partía, me mordió el cuello hasta hacerme sangrar, me estrujó todo lo que quiso y más hasta que al final abrió la boca golosa para recibir entera toda la bendición de una noche de sexo y lujuria que mi hisopo dolorido descargó directo a su garganta.

Me desperté al cabo de unas horas tirado en el suelo desnudo y completamente magullado y con un dolor de huevos que casi no podía caminar. Ella dormía plácidamente sobre el sofá, desnuda también. Ya no me parecía tan atractiva. Me dolía la cabeza de la resaca, así que me bebí lo que quedaba de la botella whisky, rebusqué mi ropa por la habitación y me vestí. Su pantalón vaquero se había enredado en mi camiseta y en uno de los bolsillos encontré su cartera, que tenía toda la pinta de haber comprado en el chino de la esquina. Me puse a hurgar en sus bolsillos y entre bonos de descuento, fotos descoloridas y papelitos con teléfonos y notas ilegibles encontré dos billetes de veinte euros, cuatro de diez y varias monedas. Le dejé la calderilla y me llevé el resto para amortizar los gastos de la limpieza de la vomitona. Me subí en el mercedes bajé todas las ventanillas y me largué a casa.


Nunca volví a aquel bar de carretera. Esa mañana al regresar a casa me pasé un buen rato pensando en lo que me había sucedido, a las seis de la mañana me tomé dos ibuprofenos, un buen café cargado y me metí en la ducha una hora. Me afeité, me vestí con la mejor ropa que tenía y me fui al trabajo. Por primera vez en muchos meses llegué el primero, no me separé de mi mesa ni para ir a mear, sonreí a todos los que me cruzaba y comenté junto a la máquina del café el partido del día anterior aunque siempre había odiado el fútbol. Regresé a casa y me pasé toda la tarde viendo los programas del corazón de las cadenas más cutres mientras me hinchaba a comer gominolas. Aquella noche lo comprendí todo, abrí los ojos y vi el pozo al final de la luz, supe que debía sacrificar mi libertad y mi libre albedrío y alienarme como el resto de la sociedad. Porque sabía que nunca tendría los cojones que había tenido Mara para dejar todo atrás y emprender una nueva vida, una vida sin restricciones, en libertad. Asumí que siempre sería como Eloísa, una fracasada, una amargada, que se pasaba todo el día arrastrando su indignidad por las calles para terminar la noche acurrucada en el sofá, llorando y lamentándose, esperando que llegara alguien que la follara hasta la extenuación. Alguien que le diera cariño. Solo quería ser una persona normal. Por eso nunca volví a ese bar de carretera, nunca volví a ver a Eloísa. Pero no podía evitar que de vez en cuando volviera a pensar en el aparcamiento en la parte de atrás de ese bar de mierda, y en las noches en que pagaba una copa a aquella borracha loca y en lo bien que la chupaba la jodía.