martes, 6 de abril de 2010

Almas malditas IV. Pintando una sonrisa entre nubes de algodón.

La luz nacida de un nuevo día entró colándose a través de la ventana junto al aire frío de febrero, con una claridad que iluminó el rostro de la niña, y que la despertaba cuando aún dormía. Entreabrió sus somnolientos ojos azules y avistó desde su cama un cielo de color papel, que pintaba de miles de colores para alegrar la tristeza del invierno, mientras trazaba con sus dedos la bicicleta pedida en innumerables ocasiones a su padre, pero que no le habían regalado hasta ahora por la maltrecha economía familiar. Cada día, ese era su deseo.

Seguidamente, un grito procedente desde el piso inferior le dio el aviso de que el desayuno estaba preparado. Mientras vagaba perdida en el cielo pintando una sonrisa necesitada en estos tiempos aciagos, esperó a escuchar desde lejos el tañer de las campanas de la iglesia, que la avisaban de su vuelta al mundo real, y a las que imitaba con un fuerte ton-ton para, más que divertirse, despertar al holgazán de su hermano, que aún dormía plácidamente con seis horas de recreo y media hora de clases. Con otro nuevo grito de su madre, se levantó de un salto y bajó con la compañía de los quejidos de su hermano, que aún dormía y al que removió en contadas ocasiones, mientras estiraba sus brazos imitando a un pájaro, para ser libre y volar tan lejos como a veces deseaba.
Entró a la cocina con el alboroto de su madre con los calderos, los olores del pan recién hecho y la mirada reprobadora de su padre por no saludar, tal como la habían enseñado, y se sentó en su sitio preferido.
No seas mal educada, Clara, y da los buenos días a tu padre, le decía mamá. Pero Manuel, hombre de manos encallecidas pero maestro en el arte de dar vida a la piedra y de moldear el carácter de sus hijos con la palabra y no con los golpes, sabía que ella lo hacía intencionadamente porque quería verlo con esa cara regañada que no duraba ni tres segundos, y que la hacía reír descontroladamente cuando él se enfuruñaba. Cuando los tres reían de buena gana, Clara le dijo a su padre que el gandul de su hermano aún estaba jugando a la pelota en el recreo interminable de sus sueños. Entonces, éste se levantaba y le pegada un grito tan fuerte desde las escaleras, que hasta levantaba la cal de las paredes y ponía tieso como un palo a su hijo Manuel, que en diez segundos contados por los pequeños y blancos dedos de Clara, ya estaba sentado en su silla, quitándose las legañas de sus ojos y devorando trozos de pan que a punto estaban de ahogarlo. Era incorregible, sobre todo cuando salía escopeteado por las prisas, con su oronda barriga a punto de explotar, la boca aún manchada con mantequilla, y las gotas de leche derramadas por el suelo.

Cada día se retrasa más el reloj de la iglesia, decía con razón su padre, justo en el momento en que se levantaba de la silla y dejaba su taza en el fregadero. Su hija, siempre atenta a todas las conversaciones que corrían por las calles de Arucas, le contestó rápidamente que Don Pedro, el cura, había dicho con un tono que ella no captó, que el reloj caminaba gracias a Dios, y que la iglesia terminaría de construirse cuando a él le saliese de nuevo pelo en su calva reluciente.

-Mamá, mamá- Un vendaval de chillidos batió ferozmente las ventanas desde el exterior.

Esperanza se asustó ante tal ventisca que por poco la mata del susto, así que corrió hasta la ventana y, alejándose por la calle, avistó a su hija con sus libros en la mano, vestida con el uniforme de la escuela, sonriendo y levantando la mano por última vez en señal de despedida, con esa mirada cándida e inocente que la derretía de placer. No le sucedía nada, sólo quería despedirse por última vez. Así que la correspondió lanzándole un beso tan grande como su joven corazón, y le recordaba que no llegase tarde a almorzar.
Y es que para Esperanza, sus hijos eran el tornado que giraba su vida de felicidad. Después de ver como se alejaba presurosa hacia el colegio, entraba de nuevo a la casa solitaria, derramando lágrimas de tristeza y alegría, todas unidas y separadas por el tiempo, y recordó a su madre mientras respiraba la soledad de la casa, sentándose en una silla de la cocina.
Parecía verla delante de ella, de pie, sacando de su armario el único traje de los domingos, o dándole la única moneda de la semana, o reprendiéndola cuando lo merecía.
Muchas veces hablaba con ella, cuando a solas quería desahogarse. Siempre tuvo el presentimiento de que la escuchaba en la habitación callada, entrando como una luz por la ventana iluminando su tristeza, o apagando el frío de la añoranza con una mano cálida e invisible.

Poco después de casada, un fuego imprevisto acabó con la vida de sus padres. Nunca volvió a entrar a esa casa, pero una vez que pasó llevada por un recado, se volvió extrañada, porque le pareció percibir el aroma inconfundible de su padre: Celestino González. Pero nadie quedaba entre las negras paredes, salvo su nostalgia, su infancia y las lágrimas mojando el suelo de la calle de La Cerera.
Cuando miró a través de la ventana de la cocina, no sabía si por el azar o por el viento caprichoso, una nube en forma de sonrisa se deshacía para dejar paso a un limpio cielo azul. Luego, se desmayó.

lunes, 5 de abril de 2010

CORTINAS


Reflejos de mí que luchan contra el mundo.
Siluetas del mundo mostrando su oquedad.
Cuanto monstruo oculto asechan mi independencia.
Abro las cortinas y me meto en el espejo.
Sonriendo desde el otro lado
Sin sombra, ni oscuridad
Sin turbación, ni maldad.


Ilusorio canto de superficie sigilosa.
Con un sueño tejo otro sueño
Para que no haya mentira sin verdad
Ni verdad a medias.

Gotas de fuego que empapan mi cuerpo.
Para que secarlas
Para que alejarlas
Resbalando por cada sentir, por cada pesar.
Balas de agua y sal, que ya no se aferran a nada.
Rompiendo el silencio
Eco sobre eco
Dejo de hacer preguntas, sin dar respuestas…..

Almas Malditas III: Don Pedro, el cura.

Todos las Almas Malditas son personajes de una novela que espero y deseo vaya creciendo conforme van saliendo gentes como: Don Pedro, el cura.
Así, los van conociendo.


Don Pedro, el cura.

Su figura siempre estuvo sostenida por el misterio. Cuando se le preguntaba a los feligreses sobre su aparición en el altar aquel domingo de agosto de un año que ni las solteronas ni las viudas perennes recordaban, ellas decían, entre cotilleos y reuniones con olor a café, que Don Pedro el cura apareció vestido con una sotana que reprimía una barriga prominente, un alzacuello que disimulaba una papada generosa, y una mirada cándida que relajaba los nervios del más exaltado.
Cuando las campanas dieron las once, el cura, con sus andares balanceados y las manos enlazadas a la espalda, se acercó hasta los fieles, vestidos con sus trajes de domingo y perfumes baratos que se mezclaban con el sudor rancio de días sin ver el agua y que espantaba el olor a incienso, y concedió un discurso tan convencedor que hasta disipó las dudas del más incrédulo sobre la existencia de Dios o el pecado mortal.
Parecía una aparición divina. Su calva relucía gracias al sol que se colaba entre las vidrieras; su voz imantada y cautivadora hipnotizó a todos los presentes durante una hora seguida en la que nadie se atrevió a parpadear ni a secarse los chorros de sudor por el sofoco que entraba por la puerta. Aquella voz sosegada, entrenada durante años en los seminarios, dio un discurso de época que nadie olvidó.
Los testimonios y las apuestas sobre su edad fueron el objeto de discusión de los hombres del pueblo durante décadas. Antonio el Herrero fue el único capaz de calcular los años de Don Pedro, cuando desde niño lo veía andar por las calles con su joroba hostigante y sus comentarios reprobadores sobre la conducta de algunos enamorados que se acariciaban en las esquinas del parque de la Paz. Ya cuando sus piernas no daban más que para andar desde su casa al bar de Pepe, aún lo observaba con las mismas prisas y las mismas arrugas, y su indiscutible perfil siseado que acababa en unos zapatos negros bien lustrados, y una eterna sotana sin arrugas ni manchas. Cuando el cura salía a relucir en los debates del bar de su amigo, Antonio siempre les decía a los presentes:

-Lo que para mi han sido sesenta años, parece que para él solo han pasado unos meses.-

Don Pedro fue el único que conocía bien las inquietudes de todo los habitantes. Ayudó a María de los Ángeles a soportar el tedio de años de soledad y la espera del marido, ahuyentando pensamientos pecaminosos y proporcionando el consuelo y la esperanza de que Manuel llegaría de las arenas como Jesucristo del desierto. También tuvo la bondad de hacerle el favor a Celestino de ver cumplido su último deseo: ver pasar su entierro.


Aconsejó a familias sin tener ninguna; orientó a jóvenes inexpertos sobre las relaciones sin haber yacido con ninguna mujer; e instruyó a miles de niños a portarse bien en casa, permanecer en silencio en las clases, y a rezar antes de acostarse.

Muchos años después, alguien dijo un día en que casi nadie lo recordaba:

-Don Pedro apareció cuando la fe permanecía inalterable en los corazones de los aruquenses, pero desapareció cuando los bancos de la iglesia empezaron a vaciarse por la llegada de los nuevos tiempos.-