jueves, 21 de enero de 2010

El Bazar de los Sueños

¡Abre tus ojos, inspiración mía, y disponme a soñar una última aventura junto a mis amigos, en los albores de la tempestad, antes de que una ola arrastre con todo y nos convirtamos en gotas del olvido, o en granos de arena en el desierto, o perezcamos, por fin, en el cementerio de los libros olvidados!
Llévame, inspiración mía, hasta el bazar de los sueños.


Y aquí estoy, presente, sin faltar a mi cita. Vengo llamado por una voz.... una voz que dice que no todo es lo que parece, y que justo cuando naufrago me rescata del abismo que sufro y vivo cada día.


1º parte


En este mi último viaje, avanzo lentamente a través del gélido ambiente nocturno, sin prisas, y reviviendo a cada paso, el último instante de un sueño que no volverá a acontecer jamás. A estas horas tan intempestivas, el sol es sólo un recuerdo lejano y la noche el sombrío y silencioso presente. 
La calle está atestada de personas que en ese momento sueñan con riquezas imposibles y amores negados. Las almas de los aruquenses, pequeños luceros que salpican la negrura y crean ondas en la calma tranquila y oscura de la ciudad que duerme, iluminan mi camino. Mientras avanzo, escucho el eco de sus voces contándose entre ellos secretos inconfesables a la luz de una farola o en un rincón olvidado. Mis pasos, lentos pero seguros, teclean ante los adoquines una triste melodía, al tiempo en que el viento arrastra un aria que grita al bazar de los sueños a que abra sus puertas.
Escucho una voz que desde lejos me hipnotiza elevándome hasta ella. En un pequeño parque, apoyado en la barandilla y con un libro entre sus manos, un poeta de piel broncínea derrite su armadura forjada al calor de una chimenea. El fuego, chispeante de palabras y sentimientos avivadas por su voz, prenden de calidez mi cuerpo frío y me inspiran a repetir junto a él:

"Yo, a mi cuerpo".

En la calle Gourié, una esplendorosa imagen de piedra trabajaba al son de la perfección, lanza un grito de auxilio. Su sombra, alargada más negra que nunca por al culto a la infamia que en su interior tenía lugar cada día, roza ligeramente mis pies con ojos suplicantes. Pero nada podía yo hacer, salvo el tiempo.
Mi atención se desvía hacia la izquierda. Unos grandes ojos altos y rectangulares despiertan y miran enfadados a la oscuridad que huye despavorida, mientras convierte con un rayo de luz mágica al poeta en eternidad, y a la eternidad en un injusto olvido. Fui hacia la luz que dibuja de nuevo mi cuerpo borrado por la oscuridad, y siento vida. Pleno, aunque triste, lanzo un ruego y suplico al exterior:

¡que nadie me despierte!

Subo dos peldaños, y llego al cielo pisando la tapa de un libro, y sintiendo el roce en mi piel el tacto rugoso del papel. Me siento como un protagonista de una historia épica.
Un inmenso resplandor, desde el alto techo de madera, ilumina la estancia adornada, por un lado, de paredes amoratadas con imágenes que inmortalizan en cosas tan sencillas la misma esencia de la vida, y por otro, pequeños cajoncitos con imanes que atraen a los más golosos.

De repente, vislumbré pequeños angelitos que entran y exigen al anfitrión estrellas titilantes de azúcar para endulzar sus deseosos paladares. Sus pasos retumban como truenos en mis oídos, y sus gritos agudos de inocencia hacen sonreír a la decrépita del cuadro colgado a mi izquierda, mientras, a su lado, una vieja máquina empieza a escribir cruelmente un epílogo con el terrible desenlace del silencio.
El bazar, acuchillado por leyes y enmiendas, agoniza poco a poco en su último día abierto como club de los hedonistas, como local de reunión de unos amigos amantes de la libertad y en contra de la imposición de ideas y creencias.
Pero antes, debían suceder muchas cosas antes de levantar anclas hacia mares revueltos y los tornados giren mi vida hacia otros lares.
Volví a la realidad del sueño. Observé divertido al anfitrión. Era un malabarista que, con sus juegos y adivinanzas, asombraban a los angelitos chillones que saltaban alegres esperando su premio. Les correspondía pasándose bolitas de frutas de mano en mano, o haciendo equilibrios en su nariz con dulces de chocolate. La nevera, fría y seria aunque burlona, lanza chorros de agua que humedecen sus espaldas aladas, mientras desde lo alto, una lluvia crujiente de golosinas empapan sus dientes con el sabor del paraíso. En un visto y no visto, salen volando por la otra puerta en sus nubecitas voladoras, en dirección al parque de los algodones.

Un silencio agradecido me susurra al oído, y la tempestad se convierte en calma.
En una esquina, al otro lado de donde me encuentro, diviso al anfitrión posando de nuevo en su postura eterna, ante un artista que da a su obra el nombre de: “el lector”.
Lo observo atento y divertido, y me acerco hasta él, lentamente, adentrándome en sus dominios, con calma y sigilo, sin osarme a distraerlo. En el aire se percibe un ligero perfume a libro viejo. Es el olor de la sabiduría, o el sentir de la existencia.
Después de años en la misma posición, su cuerpo luce ya una piel apergaminada, y sus ropas un color acartonado. Cada poro de su piel es una letra, cada brazo y cada pierna miles de frases unidas que, en conjunto, circulan por sus venas creando la historia de su vida.
Al tiempo, contemplo fascinado sus ojos absorbiendo cada frase y cada página, y empiezo a distinguir que su mente compuesta por papel y tinta busca mediante un camino de palabras, su hogar y su nuevo futuro, su vida, su propia biblioteca de Alejandría.
En sus ágiles movimientos galvánicos, se escucha de fondo el sonido magistral de las cuerdas de una guitarra eléctrica. Los acordes crean música, la música tiene nombre, el nombre:

"El Anfitrión."

domingo, 17 de enero de 2010

Reunión hedonista

Después de saber que a “La Embrujada” se le había concedido la estrella Michelín, y de haber esperado año y medio para poder degustar unas croquetas de diseño, unas vueltas elegantes y bebidas con y sin alcohol en este restaurante tan distinguido situado en la Plaza de la Constitución, cinco hedonistas vestidos de Zara se citaron en una nueva tertulia de tarde soleada y viento fresco del mes de enero del año 2010.

Se escribió otro capítulo inolvidable en el libro de las reuniones hedonistas. Por supuesto, se habló de libros, de Amancio Ortega, de la invasión silenciosa de los chinos en todo el territorio gran canario y de las multinacionales con sus fábricas en el país de la gran muralla. Al final llegamos todos a la misma conclusión: todos somos “Made in China”.

 Claudio, que anda entre pergaminos y escribas, viajó en la máquina del tiempo  e hizo un inciso en sus estudios históricos, vestido con unas botas, unas mallas, un sombrero de pico y la espada lista para defenderse de los ataques de otros hedonistas que, en una reunión anterior, salieron en defensa de su rey: Haruki Murakami.

Raúl y Claudio nos hablaron de los cientos de okupas que dicen llamarse escritores y  que les roban espacio en sus respectivas casas. Las estanterías que adornan las paredes, no dan abasto y se impone la ley marcial por anteponerse unos a otros para ser el primero en ser escuchado.

Fueron cerca de cinco horas donde las críticas cinéfilas, las obligadas menciones a otros hedonistas y el acuerdo unánime para editar el primer libro hedonista y el viaje a Cataluña de Rafa y Gloria, fueron temas amenos, interesantes y llenos de divertidos momentos.

A media tarde, cuando el frío empezó a escarchar rincones,  la noche a enfriar el calor del sol dejado en los bancos y una chica pasaba bajo el brazo de un Stieg Larsson que ya no deseaba sentarse con nosotros, dos de los hedonistas que fueron en camisa de manga corta, por poco  se convierten en los nuevos Yetis hedonistas del mundo. 

Así que dimos por finalizada la sesión hedonista: Rafa, Raúl, Ángel, Claudio y quién les escribe, que al no tener testimonio gráfico, les deja aquí sus nombres y cuyas rúbricas firman el epílogo de la primera tertulia del presente año.