En su vieja casa de La Cerera, esperaba sentado a que pasase su entierro un viejo de culo plano y rostro arrugado. Hacía años que había visto pasar el ataúd de su amigo Tomás, el cuerpo frío y tieso de su hermano José Luis, e incluso, había sentido el beso que le dio a la muerte en el rostro de su madre. Sintió envidia.
La mujer que lo parió tenía la extraña afición de asistir a todos los entierros, sean conocidos o no. Siempre se lo llevaba porque no tenía con quién dejarlo. Ya de niño, Celestino se jactaba con sus amigos de tener el record de asistencias a los sepelios, donde disfrutaba dando pésames y caras tristes de condolencia.
En casa, experimentaba la sensación de sentirse un cadáver, colocándose con las manos cruzadas en el pecho, y aguantando la respiración hasta que no podía más. Le atraía sentirse protagonista, estar en bocas de todos, ser cargado en hombros y ser llorado. Ya a sus quince años, Celestino prometió para su futuro, estar presente, saludar e incluso llorar, el día más feliz de su vida: el momento de su muerte y posterior entierro. Y se juró no descansar en paz, hasta no presenciar dicho instante.
Todas las mañanas, en la acera que daba a su casa, se sentaba en su silla y postura eterna, con los brazos cruzados, a esperar. Tenía por costumbre vigilar dos cosas: por un lado, la calle, a ver si el cura se dejaba ver y aparecía por alguna casualidad; y por otro, su corazón, a ver si seguía en su empeño de seguir latiendo. Y cada día se sentía más desilusionado: no era el momento. Descontento por estar vivo, se decía a sí mismo, mientras acechaba la esquina que daba a la otra calle, al anochecer:
-Ayer como hoy, el cura no pasará por mí.-
Su esposa salió de casa un día en que el fuego ardía inexcusable. No se despidió ni dijo que se iba, ni tuvo la delicadeza de decírselo. Después de años, aún no se había acostumbrado a vivir solo. Cada día, a la hora de la comida, se perforaba el oído quitándose la cera acumulada durante la noche, a esperar el grito de ella colándose por la madera, por la escalera y por la puerta, y llegase hasta él, recordándole que era la hora de comer. Pero Matilde se marchó y los gritos sólo los escuchaba cuando la echaba de menos, para su desgracia y su enojo, que duraba hasta bien entrada la noche. Incluso descargaba su ira con la silla donde se sentaba, la cual era lanzada con odio contra la puerta como si tuviese la culpa de que siguiese vivo. Luego, a causa de la indignación regalada por su infortunio, entraba a casa sin necesidad de luz, porque su cabeza se convertía en una antorcha viviente. Aquel rostro apenado por tantos años sin sonreír, se cansó de esperar, y se prometió para el día siguiente, a eso de las ocho de la tarde, que si la muerte no venía hasta su él, él iría a por ella. Quería pedirle explicaciones, y quería saber el motivo de tal terrible ignorancia. Le pareció la hora perfecta para morir.
Y fue hasta el cura, porque no sabía a quién acudir. Y es que Don Pedro pregonaba en sus sermones sobre el más allá: el pecado mortal, el paraíso, y demás bagatelas. Sin dudas, dominaba el arte de la muerte como nadie.
Aporreó la puerta, hasta que el otro salió directo al ruido, asustado, con lámpara en mano y sin sotana, dejando ver en su prominente barriga, la limosna de los domingos extraída a los pobres del pueblo. El viejo le soltó, sin saludarlo y con rostro enojado:
-Usted tiene la autoridad para decirle a la muerte que venga a por mí, ¿no es cierto, padre?- le dijo el viejo.
El cura se quedó tan blanco como él. Y es que hacía años que no lo veía. Sintió el calor despedido por su cuerpo ardiente y chamuscado. Recordó el día que se lo encontró por última vez.
-¿No debería estar usted muerto, Don Celestino?- le dijo el cura, al recordarle su nombre, y del cual el viejo ni se acordaba.
-Padre, que no estoy para bromas ni tonterías, así que por favor, déme hora para morir, que quiero ver pasar mi entierro y acudir donde mi mujer, que seguro me estará esperando.- le dijo Celestino, impaciente.
El párroco, sabedor de que había almas que no descansaban en paz hasta que viesen cumplidos su último deseo, le hizo el favor de acudir mañana a su calle, y después, le haría un funeral para el descanso de su alma; y en sus rezos, le hablaría a su esposa para comunicarle que le esperase y que ya iba; e incluso, le prometió guiarlo con sus oraciones hasta las puertas de San Pedro.
Al día siguiente, el cura llevó a un monaguillo, varias creyentes de lágrima fácil, y un ataúd desvencijado que había encontrado en los sótanos de la iglesia. Celestino, gozoso e incrédulo, vio pasar su entierro, hasta que torció en la esquina, y lanzó su último suspiro que hasta los vivos escucharon.
Horas más tarde, lo único que encontró el cura cuando volvió a casa de Don Celestino, fue una silla de tres patas, las paredes y muebles carbonizados desde hacía años, y un mensaje:
-Padre, mi esposa me manda a darle las gracias.-
4 comentarios:
Me ha gustado mucho la frase "Padre, que no estoy para bromas ni tonterías, así que por favor, déme hora para morir, que quiero ver pasar mi entierro". Déme hora para morir!!, jejeje; cómo si fuera a pedir de boca. Bendita, esa esposa!.
Él no sabe que está muerto. Estaba desesperado, y por ello pensó que el cura era quién podía ayudarlo. Luego, la visión de D. Pedro, vista desde los ojos de un niño, dando la absolución, hablando de la muerte, el más allá. Todo un maestro. Sin dudas, Celestino se quedó con aquella visión desde chico, de que el cura era quién concedía el descanso eterno. A parte, que no iba a descansar eternamente hasta no haber sido concedido su deseo: ver pasar su entierro.
sigue por las calles de Arucas y harás tu novela...100 años de...
Pues ese es mi difícil objetivo, tal como lo has descrito, aunque con mi propio estilo y en mi propio mundo. Un lugar donde pasa de todo, con coherencia, pero con una historia amena, y el ambiente de las calles de Arucas.
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