jueves, 15 de abril de 2010

Almas Malditas V. Última parte. Una puerta abierta en la noche.

Antonia empezó a vivir el mismo día en que su madre murió. Y conoció a la libertad el mismo día en que abrió las ventanas, mojando su asombro con la lluvia exiliada que al fin volvía de su emigración, y que se precipitaba enaltecida ante una lucha con las arenas arraigadas en el pueblo de Arucas.

Antonia despertó entumecida por el frío antinatural se le colaba entre las mantas, con las sábanas removidas por un mal presentimiento, y el silencio desacostumbrado a esas horas de la mañana. Había dormido más de la cuenta, y eso alteró en sumo grado la costumbre diaria de limpiar la casa desde las ocho, tal y como había impuesto su madre, cuando aún saboreaba el café, cuando aún vagaba adormecida, y con el sol recién nacido. Eran más de las diez cuando sintió el frío de la desnudez, al mirarse al espejo de la cómoda. Se vistió con una bata, y quedó asombrada ante las grietas que su piel había cosechado durante años, y que ahora florecían sin motivo aparente.

Esbozó un gesto sombrío, al recordar, de repente, mientras se veía a sí misma, que aquella noche, alguien entró invitado a su casa.



Voces convertidas en ecos, que se apagan, y que ahora, al despertar, quedan suspendidas en un sueño inquieto. En la noche madura, Antonia siente los gélidos susurros. El día huye y nada sabe, pero la vida reniega, e ignora, las conversaciones de los muertos, que despiertan en la clandestinidad, y que durante horas, sin latidos y venas vacías, circulan por las calles y entran en las casas, se presentan, y enseñan el reloj de la vida a la persona escogida, y que con el latir de los últimos segundos, le dicen: es la hora.



Huyó de la habitación respirando la irregularidad en el ambiente, rajando el silencio en el piso con sus zapatillas. Fue hasta el dormitorio de su madre que, en ese día, le había dado la espalda al reloj y no la había avisado a la hora acordada. Presenció la cama de Dolores como si fuera su cuerpo, arrugado y yermo, como el desierto, con las sábanas arrugadas y viejas, impregnando el ambiente con las decrépitas partículas de los años que no perdonan.

Pero aquella noche no durmió allí. Recogió el misterio del dormitorio de su madre, cerró la puerta, y bajó las escaleras, mientras escuchaba la lluvia arreciar en las ventanas, con el fin del éxodo de las nubes que ya volvieron, y llamaba a su madre en un canto desafinado que rompió la bella música de una orquesta en silencio.
 La cocina había sido secuestrada por la quietud, donde cacharros y vasos habían dormido desde que ella los limpió anoche, antes de acostarse. El vaso dejado por ella a su madre, seguía en el mismo lugar de siempre, callado y asombrado ante la perturbación del hábito roto después de décadas de tradiciones irrompibles. Siguió hasta el salón, mirando las grietas irónicas entre las maderas, burlándose de su turbación. Se debatía entre posibilidades, pero al despertar, hace unos minutos, constató que la sospecha rondaba por su cabeza como una mosca incesantemente terca.

Enferma de desesperación, llegó con andar indeciso y se encontró con el rostro lívido y dormido, aunque desconocido, de Dolores, que lucía un recién estrenado sosiego, como nunca la había visto en vida. Y es que Dolores siempre vivió atada a las desavenencias del pasado, con una atmósfera cargada de tormentas, después de que la paz huyese de una alma que la expulsaba por no ser bienvenida. Y así lo exteriorizó en todo momento, a través de su disgustada faz, molesta por todo, contenta con nada. La muerte empezó a trabajar con ella.


No hubo que tocarla, no hubo que hablarle, solo la miró por última vez. Encendió la radio apagada durante años, y dejó que los instrumentos apretados tras el cacharro, se descongestionasen y recorriesen el techo y el aire muerto con sus graves y agudos.

Antonia se convenció de que, anoche cuando ella subió a dormir, su madre había dejado, intencionadamente, la puerta abierta.


Subió de nuevo y se vistió, y bajó del dormitorio. Pero no fue hasta ella, que nada temía ya, sino hasta la calle, a dejarse empapar, a acompañar en sus risas a su prima María de los Ángeles, que desempolvaba la tristeza de su bata con sus tremendas carcajadas.

De lejos, al final de la calle, entre cortinas de agua, le pareció entrever a su madre y a un hombre junto a ella. Era su tío, Celestino.
Luego se deshicieron como rutas del río que llegan al mar, como dos humos que subían hasta el cielo tras huir del fuego de la vida.
Antonia entró, y preparó todo para el entierro, con precisión asombrosa y brío insólito. Tiró el vaso de agua destinada a su madre, pero le tembló la mano cuando le quemó por lo frío que estaba. Se miró al espejo, donde avistó los últimos años de su juventud. Se miró su ya antigua piel, y su alma, donde la muerte de su madre excarcelaba su auténtica personalidad.

Le hizo un último favor. La vistió con el traje negro que siempre ostentó los domingos en misa, por guardar, como se prometió en vida, un luto impuesto hasta su muerte, hacia su padre fallecido, repentinamente, hacía muchos años.

La dejó preparada hasta que viniesen a buscarla, en los prolegómenos de su nueva vida. Luego hablaría con Esperanza, para retomar la amistad perdida por la reprobación de su madre, quién no veía decencia y pulcritud hacia alguien que casi nunca vio ni conoció.


Tantos planes había previsto para aquel día, que no sabía por donde empezar, cual escoger, así que se quedó sentada bajo el marco de la puerta, viendo llover a cántaros, escuchando como lloraba el cielo, sin el grito de su madre llamándola, con el silencio tras su espalda, esperándola, y sintiéndose protagonista de nuevas historias, de escuchar nuevas voces, de conocer nuevas almas malditas.

1 comentario:

Raúl M.V. dijo...

Sí, Mode, buena idea el editarlos todos juntos. Como te dije en un mensaje privado... grandísimo trabajo.