miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mi espacio 39. La familia de Miguel


Miguel es dueño de un mediano negocio que ha crecido considerablemente estos años. Cuenta con una plantilla de diez o doce empleados y pasa más tiempo viajando que en su casa de Tafira: plantando lechugas en su pequeño huerto o rasgando su antigua Gibson Les Paul negra en el garaje sentado sobre el flamante amplificador de segunda mano que compró a un tipo en un callejón de Molino de Viento. Recuerdo la tarde que fuimos a buscarlo en mi furgoneta y lo sacamos del pequeño sótano cargándolo sobre los hombros. Es un tipo afable, alto, cuidado y que conserva intacto el mismo atractivo por el que fue reconocido en nuestra pandilla como RompebragasSuárez. Años atrás, en el salón de mi casa y delante de dos cervezas, me confesó que no había cambiado y que había engañado a Sandra, su esposa, un par de veces, o tres quizás, en estos años. Miguel sigue siendo uno de esos tipos que no sabe mantener la polla reposando en la ingle. Hace unas semanas, un sábado por la tarde después de que la Unión Deportiva perdiera por uno a cero contra el último de la tabla, nos tropezamos en el Centro Comercial. Miguel, el cabrón con suerte Suárez, y su hijo parecían escuchar atentamente a un joven dependiente- incómodo dentro de su traje- que blandía entre las manos un ejemplar del último Planeta a la vez que les hacía una torpe crítica cargada de chasquidos de lengua y silencios rastreadores de palabras previamente memorizadas. Me acerqué hasta ellos bordeando la estantería con los títulos de la editorial de los 600.000 euros de premio y golpeé con el codo El Mundo de Juanjo Millás. Abordé al chaval por la espalda- si yo fuera un ninja el pibe yacería en el suelo con el cuello roto- y le susurré al oído que no se fiara de aquel pasmarote porque la novela era muy mala y aburridísima. Miguel se sorprendió al verme y cortó súbitamente la charla del vendedor empalado por Emidio Tucci. Nos dimos un fuerte apretón de manos y un abrazo de oso con olor a crema hidratante.
Tú por aquí, qué tiempo sin verte, ¿cómo va todo?
Joder, y tanto tiempo, lo de siempre, que bien te veo.
El dependiente dio dos pasos atrás, giró sobre sus talones de goma y desapareció detrás del estante. El chico, su hijo, seguía con la novela entre las manos, hojeándolo ceñudo, como si intentase descifrar un código antiguo implícito en sus páginas. Miguel lo asió orgulloso hacia su pecho.
Este es mi campeón, Jorge, ¿lo recuerdas?, seguro que la última vez que lo viste era un pingajo que no levantaba dos palmos del suelo, pues míralo ahora, tiene quince años.
Jorge no despegó la vista del libro, no fuera a distraerse en la infructuosa búsqueda de la solución del jeroglífico de la que, por su gesto, estaba todavía muy lejos. Miguel tamborileó con sus dedos sobre los hombros del chico y lo invitó a pasearse por los estantes de la escasa literatura juvenil. Miguel marcó un directo a mi pecho que acompañó con una sonrisa de fundas blanquísimas.
¿Qué me cuentas Rau?, ¿vienes del estadio?, cómo palmamos, joder, es que no tenemos equipo, el Marcos Márquez está negado.
Acabo de salir del trabajo. Voy a pagar este libro- le mostré la novela de Murakami que llevaba debajo del brazo- y me pasaré por el Super porque tengo la nevera como si me la acabase de comprar.
Hablamos por espacio de diez minutos, tiempo suficiente para que Miguel me relatara su amarga lucha diaria contra su hijo adolescente, que parecía un zombi deambulando por los pasillos flanqueados por hileras de libros.
No quiere estudiar. Se pasa las tardes encerrado en su habitación pegado al ordenador y jugando a la Play. Sandra dice que apenas come y los fines de semana sale por ahí con los amigos y se pasa por el arco del triunfo los horarios que su madre le impone, tiene desgana por todo, se negaba a terminar la ESO, Raúl, yo, la verdad, paso poco tiempo con él, estoy todo el santo día de aquí para allá y los domingos se los pasa durmiendo, míralo- señaló con un gesto de barbilla a Jorge, que vagaba por la planta y al que por momentos solo se le veía la gorra por encima de las columnas de estanterías-, no ha leído un libro en su puta vida, tiene ojeras de oso panda, creo que se fuma algún que otro canuto con sus amigos, siempre que intento sacar el tema parece que pone el salvapantallas y no articula palabra, qué suerte tienes no teniendo críos, qué suerte.
Miguel se quitó las gafas de pasta roja y limpió los cristales con los bajos de su camisa. Volvió a ajustárselas y con semblante cansado dijo para sí, negando con la cabeza, que era una batalla perdida.
El chiquillo volvió a reunirse con nosotros, que seguíamos parados el mismo sitio donde nos encontramos, colocándose la gorra cuidadosamente para que su trabajado peinado no perdiera la fijación que le otorgaba la gomina y un buen rato delante del espejo.
No veo nada interesante, papá, vamos para casa que se me está quedando el móvil sin batería.
Miguel se giró hacia Jorge cruzando los brazos y me adelanté hábilmente a su reproche, quitándole así de encima al chico un toro bravo con un capotazo disuasorio.
Creo que tu padre tiene en casa El señor de los anillos, se lo presté hace años y nunca me lo devolvió, aunque creo que no le gustó porque no me pidió el resto de la saga, ¿no es así, Miguel?
Sonreí a mi viejo amigo, que me regaló un mohín como respuesta. Jorge suspiró profundamente y volvió a ajustarse la gorra. Pedí prestado el bolígrafo al dependiente trajeado que había perdido la comisión del Planeta. Abrí el Sauce ciego, mujer dormida, de Murakami, y en la primera página en blanco escribí mi dirección de email y lo primero que se me pasó por la cabeza para animar al chico a leerlo y no abandonarlo nada más abrirlo.
Cuando lo termines- una malévola sonrisa de dientes pequeños se abrió paso en su rostro- me cuentas por mail que te pareció y si quieres, puedo prestarte otro.
Le tendí el libro y Jorge lo recibió como si le entregase una apestosa bolsa llena de mierda, pero se ahorró cualquier comentario inapropiado. Me dio las gracias algo timorato. Leyó mi dirección de correo electrónico y las escuetas líneas dedicadas como si intentase memorizarlas. Martín me rodeó con su brazo derecho.
Pues, nada, gracias, Rau, un beso a Patricia y cuídate mucho. Ya quedamos otro día.
Sí, cuídate mucho, y tu también, Jorge, no olvides lo que te he dicho, ya me contarás algo.
Miguel abarcó a Jorge por los hombros esta vez y lo arrastró hacia la escalera mecánica.
Mientras me dirigía nuevamente a las estanterías para coger otro ejemplar del libro que acababa de regalar instintivamente, pensé en Miguel y en su mujer. Sandra se quedó embarazada con apenas dieciocho años. Dejó la carrera de empresariales tras dar a luz a Jorge. Ella y Miguel se fueron a vivir juntos a un pequeño apartamento en Bernardo de la Torre, un oscuro y frío pisito que pagaban a duras penas con el miserable sueldo de su novio y la manita que le echaban los padres para poder comprar pañales y cumplir con las facturas de la luz y el agua. Después de casarse, Miguel se asoció con un compañero y se dedicaron algunos años a la venta e instalación de aparatos de aire acondicionado. No les faltaba de nada, Miguel siempre se desvivió por su familia y los tuvo entre algodones, pero debido a sus continuos desplazamientos y semanas enteras fuera de casa, pasaba largo tiempo sin apenas estar con su hijo y su esposa. Ella empezó a abandonarse y a quejarse por todo. La última vez que vi a Sandra la encontré muy desmejorada. Hablaba de forma atropellada e histérica y comentó despreocupada que no podía dormir si no tomaba un par de pastillas, y que aún así, pasaba la noche en un continuo duermevela. La cena transcurrió entre inquisitivas miradas de reproche que el matrimonio no se esforzaba en disimular, discusiones cargadas de sarcasmo y rabia contenida, y una frontera infranqueable en la cama que luego más tarde, compartiendo un cigarro en el jardín, me confesó Miguel. Después de pagar los libros, de dar las gracias por el préstamo del bolígrafo y disculparme por el tiempo robado ante el desgarbado vendedor, recordé la tarde en que Miguel me contó que Sandra estaba preñada; que era una jodienda y que qué cojones iba a hacer a partir de ahora con un puto crío. Bebía una cerveza tras otra y en mitad de la noche, completamente borracho, se plantó delante de la casa de los padres de Sandra- ella dormía en la planta alta- dispuesto a abandonarla. Repitió la misma frase de ruptura, con ligeros cambios cada vez menos sutiles y convincentes, veinte veces en el trayecto de apenas dos kilómetros hasta la casa. Cuando se encontró bajo la lluvia a un metro de la puerta y con la mano preparada para llamar, se dio la vuelta pesadamente, se caló la capucha del abrigo, volvió al coche y mientras maldecía porque no conseguía anclar el cinturón de seguridad dijo que lo llamaría Jorge. El puto crío se llamará Jorge.

3 comentarios:

Mensy dijo...

Hoy día es bastante habitual, que los chicos pasen de leer, pues tienen otras muchas distracciones que por lo que se ve les atraen más, chatear a través de la red, el Tuenti la play, la tele no tanto……..pero como todo, requiere de educación, de crear hábitos desde que son pequeños, es difícil que un niño que en su hogar nunca ha visto leer a sus padres y que prácticamente escaseen los libros en el mismo aprenda a amar la lectura. Evidentemente esto no ocurre en todos los casos. También están los colegios que si bien es cierto que fomentan la lectura de los chavales, no siempre o mejor casi nunca eligen el libro adecuado, cuya lectura es obligatoria y termina porque muchos de los jóvenes la aborrezcan………yo a los 9 años tuve que leer EL PRINCIPITO ,me gusto pero no entendía muchas cosas, no creo que sea un libro adecuado para niños……luego lo leí cuando tenia 16 ó 17 y me encanto……..tiene mucha filosofía.

Modesto González dijo...

Magnífico, Raúl. Reflejas muy bien las miles de historias que cada día alimentan a nuestra mierda de sociedad. Los hijos no deseados, jóvenes pasotas que creen que la vida es tan bonita como la del estudiante (la culpa es de los padres) la ignoracia de no saber lo que esconden las tapas de los libros, lo aburrido que puede ser una relación que se apaga un poco cada día... y la U.D. que perdió 0-1 con el puto Levante. Aunque tu expones otro partido pero me jodió ver el sábado a la U.D. y que partido más malo, coño...
Y la forma de escribir, como siempre, genial.

Juan G. Marrero dijo...

"El puto crío se llamará Jorge..."

La frase ya describe la situación...Despés del gusto, viene la realidad...
¿Leer...?
¿Por qué casi todos los hijos de padres futboleros...imitan la misma afición o maldición que su progenitor...?