miércoles, 3 de febrero de 2010

El Vochito. La triste despedida

Hola amigos:

A falta de dos partes de "El Bazar de los Sueños", he vuelto a retomar el relato inacabado de "El Vochito" al cual le quedarán veinte páginas de cincuenta. Luego, y como ya les comenté a alguno de los hedonistas, espero poder presentarlo en algún concurso. Pero antes, quiero compartir un trocito con ustedes, para hacer que el blog siga tirando pa´lante...

En esta fragmento, Jesús Mendoza rememora, en la carretera en dirección a su ciudad natal, Guadalajara, la amable despedida de los curiosos vecinos de su barrio. Esta parte está construída, sobre todo, gracias a una genial idea que tuvo "El Director".

El Vochito. Fragmento de la segunda parte.

El cuello tieso como el palo de una silla, un trasero insensible, y dos brazos acalambrados fueron el resultado de una hora seguida de paisajes rectilíneos y campos sembrados de maíz y monotonías en la autopista hacia Toluca. Con un suspiro de resignación y una paciencia innata trabajada en la ciudad del caos, el taxista siguió sin parar hasta dejarse atrapar por la sombra de "El Nevado de Toluca". Esto le bastó a Jesús Mendoza para confirmar que no todo volvería a ser lo mismo, que no se reemprenderían las viejas amistades, y que reanudar de nuevo su vida en otro destino, no tenía el mismo aliciente que cuando joven llegó a la capital, hambriento por comerse el mundo. En ese mismo día, al salir de casa de Prudencio Vargas, vio a todos sus vecinos asomados en puertas y ventanas, o sentados en la sucia acera con sus andrajosos pantalones y sus limpios rostros que reflejaban una humildad de ojos claros y buen corazón. No podía creerse que él, sin ser popular ni famoso, y siendo poseedor de una cualidad inherente de pasar desapercibido cuando quería, fuese causante de semejante alboroto, en un bullicio ensordecedor que enloqueció a las palomas que ya nunca volvieron, y con las miserias dibujando la pobreza en cada esquina del barrio. Muchos años después, rememoró el jolgorio desorganizado, las rosas en el techo de su taxi de un amor imposible de rostro repelente llamado Rosarito, la mirada fija y penetrante de Esperanza Méndez llegándole hasta el alma descubriendo todos sus secretos, y todo, el día en que se marchó para siempre de su barrio, escribiendo en las huellas de su coche, la marca de un adiós eterno.
La señora que siempre vivió debajo de su piso, Fernanda, le sonreía desde la ventana levantándole la mano, moviendo sus jugosos pechos al compás de su estridente sonrisa, que espantaba al periquito que tenía en la cocina matándolo casi de un infarto, e incluso a sus amigas que, encomendándose al divino para que le bajase el volumen de tan prodigiosas cuerdas vocales, se tapaban los oídos para no volverse locas. También vio al hijo de ésta, Pedro, al que llamaban Pedro Sonriente. Era un chico que, a todo en la vida le respondía siempre con una sonrisa, encandilando de felicidad y dinero por el módico precio de una sonrisa. Aunque, esta vez, y que recordase Jesús desde hacía años, nunca lo había visto tan serio. Casi ni lo reconoció. A su alrededor, todos mostraban sus rostros mustios y desdichados, y es que, haciendo honor a su indiscutible gesto, a Pedro le conferían la gracia divina de hacer felices a todo el que lo rodeaba, y convertir en desgraciado al que estuviese junto a él en sus tristes y graves crisis de amargura, que solía ser en los días de tormenta. Cuando las primeras gotas caían en la época de lluvias, su madre lo dejaba encerrado hasta que escampara y no pusiera en peligro a ningún vecino, y provocara depresiones y tormentos a todo aquel que quedase hipnotizado ante sus muecas del demonio.
Divisó a Andrés, el electricista que cayó una vez de uno de los postes de la luz a causa de un rayo. No hace mucho, lo llevó rápidamente al hospital, cuando nadie se ofreció, porque decían que al tocarlo te electrocutabas y agonizabas en una muerte desgraciada. Desde ese día, Andrés estaba facultado con la chispa divina: a todo el que tocaba, le irradiaba energía, fogosidad y dos días de insomnio. Y allí estaba y así lo recordó Jesús, en el mismo poste del accidente, gritándole adiós, deseándole que miles de chispas iluminasen su camino.

Y detrás, llegó corriendo por primera vez en años, Antonio Bermúdez, un hombre orondo que casi ni podía caminar, y mucho menos correr. No quería dejar de saludar a su amigo Jesús, así que, sudando y resollando y recorriendo su maratón de cincuenta metros y a punto de asfixiarse, lo hizo parar, dándole el gesto amistoso de su mano rezumada de sudor, y deseándole mucha suerte entre jadeos incontrolables. Jesús no lo entendió, pero le agradeció igualmente el gesto con una sonrisa. Luego cayó al suelo, y ahí se quedó hasta que lo socorrieron y lo abanicaron, espantando a la asfixia que casi hace venir al cura para el sepelio. Las sonrisas y los adioses empujaban a su vochito sin la necesidad de motor ni gasolina. Entre los chispazos de Andrés y la risa estridente de Fernanda, el taxista salía casi llorando del barrio que lo vio crecer como persona. Al salir de las calles donde se había escrito casi toda su vida y de las que conocía cada palmo de mierda y penurias, se comparó con Cantinflas, en la parte final de la película “El Padrecito” cuando todos fueron a despedirlo en la plaza del pueblo, antes de coger el bus con destino al cielo.

1 comentario:

Raúl M.V. dijo...

Espero que algún día puedan todos leer este relato que ha creado el amigo Modesto González. Pongan todo junto: un mucho de Gª Márquez, una pizca de Ángela Becerra, una cucharadita de Juan Rulfo...ese guiso, es El Vochito.