La luz nacida de un nuevo día entró colándose a través de la ventana junto al aire frío de febrero, con una claridad que iluminó el rostro de la niña, y que la despertaba cuando aún dormía. Entreabrió sus somnolientos ojos azules y avistó desde su cama un cielo de color papel, que pintaba de miles de colores para alegrar la tristeza del invierno, mientras trazaba con sus dedos la bicicleta pedida en innumerables ocasiones a su padre, pero que no le habían regalado hasta ahora por la maltrecha economía familiar. Cada día, ese era su deseo.
Seguidamente, un grito procedente desde el piso inferior le dio el aviso de que el desayuno estaba preparado. Mientras vagaba perdida en el cielo pintando una sonrisa necesitada en estos tiempos aciagos, esperó a escuchar desde lejos el tañer de las campanas de la iglesia, que la avisaban de su vuelta al mundo real, y a las que imitaba con un fuerte ton-ton para, más que divertirse, despertar al holgazán de su hermano, que aún dormía plácidamente con seis horas de recreo y media hora de clases. Con otro nuevo grito de su madre, se levantó de un salto y bajó con la compañía de los quejidos de su hermano, que aún dormía y al que removió en contadas ocasiones, mientras estiraba sus brazos imitando a un pájaro, para ser libre y volar tan lejos como a veces deseaba.
Entró a la cocina con el alboroto de su madre con los calderos, los olores del pan recién hecho y la mirada reprobadora de su padre por no saludar, tal como la habían enseñado, y se sentó en su sitio preferido.
No seas mal educada, Clara, y da los buenos días a tu padre, le decía mamá. Pero Manuel, hombre de manos encallecidas pero maestro en el arte de dar vida a la piedra y de moldear el carácter de sus hijos con la palabra y no con los golpes, sabía que ella lo hacía intencionadamente porque quería verlo con esa cara regañada que no duraba ni tres segundos, y que la hacía reír descontroladamente cuando él se enfuruñaba. Cuando los tres reían de buena gana, Clara le dijo a su padre que el gandul de su hermano aún estaba jugando a la pelota en el recreo interminable de sus sueños. Entonces, éste se levantaba y le pegada un grito tan fuerte desde las escaleras, que hasta levantaba la cal de las paredes y ponía tieso como un palo a su hijo Manuel, que en diez segundos contados por los pequeños y blancos dedos de Clara, ya estaba sentado en su silla, quitándose las legañas de sus ojos y devorando trozos de pan que a punto estaban de ahogarlo. Era incorregible, sobre todo cuando salía escopeteado por las prisas, con su oronda barriga a punto de explotar, la boca aún manchada con mantequilla, y las gotas de leche derramadas por el suelo.
Cada día se retrasa más el reloj de la iglesia, decía con razón su padre, justo en el momento en que se levantaba de la silla y dejaba su taza en el fregadero. Su hija, siempre atenta a todas las conversaciones que corrían por las calles de Arucas, le contestó rápidamente que Don Pedro, el cura, había dicho con un tono que ella no captó, que el reloj caminaba gracias a Dios, y que la iglesia terminaría de construirse cuando a él le saliese de nuevo pelo en su calva reluciente.
-Mamá, mamá- Un vendaval de chillidos batió ferozmente las ventanas desde el exterior.
Esperanza se asustó ante tal ventisca que por poco la mata del susto, así que corrió hasta la ventana y, alejándose por la calle, avistó a su hija con sus libros en la mano, vestida con el uniforme de la escuela, sonriendo y levantando la mano por última vez en señal de despedida, con esa mirada cándida e inocente que la derretía de placer. No le sucedía nada, sólo quería despedirse por última vez. Así que la correspondió lanzándole un beso tan grande como su joven corazón, y le recordaba que no llegase tarde a almorzar.
Y es que para Esperanza, sus hijos eran el tornado que giraba su vida de felicidad. Después de ver como se alejaba presurosa hacia el colegio, entraba de nuevo a la casa solitaria, derramando lágrimas de tristeza y alegría, todas unidas y separadas por el tiempo, y recordó a su madre mientras respiraba la soledad de la casa, sentándose en una silla de la cocina.
Parecía verla delante de ella, de pie, sacando de su armario el único traje de los domingos, o dándole la única moneda de la semana, o reprendiéndola cuando lo merecía. Muchas veces hablaba con ella, cuando a solas quería desahogarse. Siempre tuvo el presentimiento de que la escuchaba en la habitación callada, entrando como una luz por la ventana iluminando su tristeza, o apagando el frío de la añoranza con una mano cálida e invisible.
Poco después de casada, un fuego imprevisto acabó con la vida de sus padres. Nunca volvió a entrar a esa casa, pero una vez que pasó llevada por un recado, se volvió extrañada, porque le pareció percibir el aroma inconfundible de su padre: Celestino González. Pero nadie quedaba entre las negras paredes, salvo su nostalgia, su infancia y las lágrimas mojando el suelo de la calle de La Cerera.
Cuando miró a través de la ventana de la cocina, no sabía si por el azar o por el viento caprichoso, una nube en forma de sonrisa se deshacía para dejar paso a un limpio cielo azul. Luego, se desmayó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario