miércoles, 27 de mayo de 2009

Todos tenemos un mal día.




Destrocé el despertador contra la pared en cuanto comenzó a lanzar pitidos histéricos a primera hora de la mañana. Me dolía todo el cuerpo, me palpitaba el estómago, la cabeza me iba a estallar y tenía la sensación de que el hígado se me iba a salir por la boca. No debí acostarme tan tarde. Ni tomarme aquella última copa, ni las siete siguientes. Me levanté a duras penas y me fui al baño. Mientras me lavaba los dientes observé al tipo pálido con ojeras que languidecía al otro lado del espejo. Tenía la lengua hinchada, la sonrisa de compromiso, el escaso pelo que me quedaba estaba revuelto y hasta la nariz parecía amoratada. Por un momento pensé en volver a la cama y dormir hasta el mediodía, pero tenía trabajo atrasado y no podía dejarlo para mañana, uno se debe a su trabajo y sobre todo al deber. Pero a media mañana me convencí de que no debía haberme levantado de la cama. Todo me había salido mal, los cálculos, los materiales, las medidas, el diseño había quedado horrible. El resultado final era erróneo de todas, todas. Mejor dejarlo para otro día, y meterme en la cama. Cogí los restos del experimento, los llamé humanos, los tiré a una bola de barro en los confines del universo y me olvidé completamente de ellos. Mañana será otro día.

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