viernes, 30 de octubre de 2009

Mi espacio 40. Martina


Sesenta días después de que Martina cerrara la puerta a su espalda, taconeara con sus sandalias sobre el rellano y bajara los escalones intentando mantener el equilibrio tirando de la maleta de ruedas y la bolsa colgada en el hombro derecho, se dio cuenta de que no odiaba a Martín. Ni siquiera sentía desprecio, ni rencor, ni pretendía pedir una explicación. No podía, pensó mientras tomaba a sorbos un café negro con mucha azúcar acodada en el balcón del piso de su amiga Lucía, odiar a la persona que había amado con el corazón, con el cerebro, con los intestinos, con el sexo… los últimos quince años. Sesenta días no eran suficientes para canjear amor por odio, pero si eran, y de sobra, pertinentes para empezar a olvidarlo. Y el olvido, o el principio del intento, empezó esa misma mañana, de madrugada, cuando volvió a meter en la maleta la ropa, los zapatos y el secador de pelo, mientras Lucía intentaba convencerla para que se quedara todo el tiempo que le hiciera falta, porque le sobraba una cama y porque estos días juntas les había ayudado a dar carpetazo a la tristeza y a reírse de todo. Noches de confidencias, tabaco y vino, que evocaban años de colegio mayor y residencia universitaria. Dos meses en los que habían vuelto a intercambiar la ropa, a probarse zapatos, a trasnochar viendo viejas películas comiendo helados y palomitas, a reírse sofocando la carcajada con las manos en mitad de la madrugada, a escuchar y a volver a desear a Kurt Cobain y a repasar sus listas de novios. Un viernes por la noche volvieron a fumar marihuana, como la habían hecho en la universidad y entonces volvieron a reírse a carcajadas; a revolcarse por el suelo y a vomitar por turnos en el cuarto de baño. Y Lucía volvió a encontrar en la risa de Martina a aquella chiquilla de veintitantos que achinaba los ojos al sonreír y que una mañana se había enamorado perdidamente de aquel esmirriado con gafas de pasta negras que hablaba de forma febril y apasionada de su proyecto de fin de carrera, y que llevaba los libros de arquitectura en una bandolera de piel cuarteada. Me llamo Martín, y yo Martina, y sus caras fueron todo hoyuelos. Lucía se burló de que Martín no terminase la carrera de arquitectura y que jamás llegase a construir un mundo sostenible con materiales reciclados que había diseñado en su proyecto; una letanía que el joven repetía siempre con la misma convicción y que Martina escuchaba atenta una y otra vez, como si fuera la primera vez que la escuchaba en su vida; con la barbilla apoyada en su mano y rozando con su rodilla la de Martín por debajo de la mesa. Martina miró seria a su amiga, tomó un sorbo de la copa de vino que sostenía sentada en el suelo con la espalda descansando en la pared y prometió que mañana empezaría a reconstruir su vida. Martina necesitaba la soledad de un nuevo piso al que poco a poco convertir en hogar, y esa misma mañana firmó el contrato de alquiler de un pequeño apartamento casi desnudo, céntrico y muy luminoso, pero al que ella llegó con una nube negra detrás. La primera tarde que pasó en el piso lloró por primera vez en sesenta días; delante del espejo, mientras intentaba que la sombra de ojos y el carmín le devolviesen el rostro que ella conocía. Se permitió, una sola vez, maldecir a Martín, incluso odiarle en el momento en el que se probó el vestido de seda que él le había traído de su último viaje, porque con ese vestido carísimo trató de silenciar su deslealtad.

3 comentarios:

Modesto González dijo...

Creo que has rescatado algunos de tus personajes. Tan detallista como siempre, escogiendo retazos de realidad diaria, con esos pequeños gestos tan magníficamente contados: la amiga confidente, con quién recupera viejas emociones perdidas. Y un nuevo hogar: un nuevo espacio privado llamado ilusión por empezar algo nuevo.
Y es que si la perdemos....

karnak dijo...

Muy buen relato, consigues exponer en toda su profundidad la que montan las mujeres por unos cuernos de nada.

Juan G. Marrero dijo...

Por eso a veces vale más negarse a una cena...porque luego te puede dar retortijones...