jueves, 4 de marzo de 2010

Cuando María de los Ángeles esperó durante años al marido ausente. "Almas Malditas II"

La perseverancia por la espera del marido le confirió a Maria de los Ángeles la admiración de todo el pueblo de Arucas, el día en que, al alba, Manuel desapareció mientras se dirigía a trabajar a las plataneras. Pero ya nunca volvió.
Prácticamente dejó de existir y, aunque nadie lo vio caminando con sus andares desgarbados, muchos pensaron que aquel hombre de mar con olor a salitre se había evaporado junto al aire abrasador llegado desde el desierto, en una fecha que todos recordaron como el pueblo empezaba a achicharrarse entre calles desoladas, aires polvorientos y casas repintadas de sudor.
Tampoco María de los Ángeles olvidó el día en que el gallo despertó por última vez al primer y único hombre que permitía hablarle un poco más alto que su padre. Amontonando tantas sospechas como arenas en su puerta, un ligero cambio en la costumbre de Manuel originó el espanto en las legaña de sus ojos: se había marchado sin darle ese beso mañanero que la complacía hasta que, al mediodía, le estampaba otra de sus famosas caricias en sus labios, la miraba a sus ojos azules, y le susurraba:


-Qué bonito es ver el mar desde aquí.-

Pero María de los Ángeles nunca tuvo los ojos azules, sino marrones, como su padre fallecido. Varios meses después de la boda, Manuel le confesó, entre temblores de melancolía, que añoraba el mar, pues toda su vida la había vivido en un barrio costero, donde la brisa marina y los baños de salitre calmaban sus nervios exaltados. Y es que después de casado, el vivir entre montañas de tierra y sin tener un horizonte de aguas saladas, lo estaban matando. Al escuchar tales palabras, María de los Ángeles decidió traerle el mar hasta su propia casa.
De la noche a la mañana, el color castaño de su iris se transformó en un azul tan intenso que su marido creyó haber dormido junto a la orilla del mar, en el preciso momento que despertaba y veía a María mirándolo fijamente, en la cama, cuando aún no había salido el sol, con una sonrisa tan limpia como el agua de alta mar. Y todo, debido a que María de los Ángeles temía por su marido que, temeroso y enrabietado, comentaba que la época en que llegasen las arenas desde el Sahara, la tierra iba a deshacer su cuerpo en millones de granos de arena.

En los años venideros, el panorama se tornó desolador. Donde antes florecía la naturaleza con poco agua, ahora crecía la desertización por calles y parques, y en las afueras el pueblo se amurallaban de dunas, causadas por las calimas traídas desde África. De tanto mirar al inesperado desierto, en las tardes expectantes, los ojos de la exasperada esposa se tornaron ambarinos, en los minutos que arrastraba las cadenas del cumplimiento del deber de esposa, hasta una de las escaleras del Parque de la Paz.
Persistiendo en su empeño desmedido, orgullosa le decía a todo el que se interesaba que, tarde o temprano, sea de día o de noche, el único hombre con quién había compartido la cama, aparecería subiendo de nuevo la cuesta del cementerio, sonriendo, y con esa mirada cándida que la había enamorado como una loca desesperada. Incluso, les decía justificando su ausencia que, al ser un hombre de mar, podría haber embarcado en uno de esas grandes cruceros, para luego retornar de otros mundos con montones de monedas de plata que los sacarían de pobres, y de las cuales, muchas de ellas, serían donadas en la construcción de la iglesia, porque Don Pedro le había dicho que así tenía ganado un lugar para los dos en el paraíso.

Criada con los principios conservadores de la iglesia y fiel hasta la muerte, María de los Ángeles enfriaba el fuego de sus entrañas con rezos y caricias solitarias, con largas conversaciones con el cura, que la instruía en los sagrados mandamientos y que, en más de una ocasión, la había rescatado de las garras de la lujuria.
En la casa de los silencios, las mantas se tornaron frías como la noche en los desiertos, en esa cama donde disfrutaron chirriando la cama en la primera noche de bodas, con el segundo hombre al que había visto sentado en un váter en toda su vida. Era un hogar convertido en cuatro paredes desnudas, un plato en la mesa y un único retrato como recuerdo del día de su boda, junto a un hombre que día a día le era más desconocido, y en una calle donde desde lejos se escuchaba el tañer de las campanas de la iglesia que avisaban a María de los Ángeles de que aún pertenecía al mundo de la realidad.
Y no fue por falta de pretendientes por lo que María de los Ángeles padecía el mal de las tardes silenciosas. Era una mujer bella, con dos pechos zarandeados por un caminar tan sensual que creaba, allá por donde iba, suspiros de resignación a los hombre del pueblo, pero que ahuyentaba tapándose sus piernas con sus largas faldas que le llegaban hasta debajo de las rodillas, porque les decía que aquellas carnes ya tenían dueño, y que muy pronto volverían a ser tocadas. No faltaron aspirantes que anhelaban la noticia de la muerte de Manuel.
Y fue precisamente el pueblo quién, durante los primeros días del desconcierto, se abalanzó como una avalancha altruista en busca del marido perdido. Se internaron en las cuevas de la montaña, se recorrieron las playas de norte a sur, se sumergieron bajo mar o escarbaron montañas de arena, y se recorrieron distancias nunca antes hechas por el hombre.
También se dieron indicaciones a todos los visitantes que venían a los mercadillos del domingo, a ver si por casualidad habían avistado a un hombre larguirucho, que se rascaba demasiado la cabeza y que vestía unas ropas tan amarillas que, junto a lo espigado y famélico de su figura, parecía un plátano canario.

Pero lo único que llegó al pueblo fueron los vientos del rumor. Lo que para ella iba a representar una brisa de esperanza, pasó a convertirse en un cúmulo de suposiciones que la tenían hablando sola por las calles del aturdimiento. Unos dijeron, para su posterior enfado, que lo habían reconocido caminando con otra mujer, que la había abandonado, y que mejor era darlo por muerto, vestir un año de luto y casarse luego con otro. Otros comentaban que vagaba pidiendo limosna, vestido con tres trapos, y con una mirada de demente que espantaba hasta las cucarachas.
Pero la historia más sorprendente fue la de una vieja decrépita y de ojos vivarachos que nadie había visto jamás por aquellos lugares y que luego desapareció sin dejar rastro. Declaraba que, mientras caminaba entre las dunas, había visto como millones de granos de arena formaban la figura de un hombre alto y de ojos ambarinos que salía de entre las profundidades arenosas, que vagaba sin pies ni manos, para seguidamente, volver a deshacerse tal como se le había manifestado, con el viento inhóspito arrastrando un lamento agónico. Pero toda aquella bruma sofocante de creencias y esperanzas, cayó derrumbada por las aguas del olvido.

Hasta que un día, Manuel Díaz reapareció de entre el paisaje yermo que era Arucas. Cuando ya los ojos ambarinos de María de los Ángeles miraban por última vez el desierto por donde debía aparecer Manuel, avistó en la distancia y subiendo por el cementerio, al ausentado: cabizbajo, sereno, serio y con las mismas ropas con las que se fue. Llegó con un andar cansino, pesado, y con los huesos balanceados de tal manera que a punto estaban de quebrarse, y lleno de granos de arena que no dejaban entrever su piel morena.
Se le acercó, pero María ni se dignó a saludarlo, porque pensó que era otro espejismo creado por el cansancio y los calores, aunque.... algo distinto llevaba éste que no le recordaba a su Manuel: no tenía buena cara.

Desconfiada, se acercó hasta él, lo abrazó y lo besó, pero lo único que sintió fue, al cerrar sus ojos, un rostro tan inexpresivo como árido, seco, y despoblado de todo sentimiento de vida. Justo cuando le iba a someter a un interrogatorio de época, su esposo cerró momentáneamente los ojos. María de los Ángeles fue sacudida hacia atrás por la impresión, y es que, en la faz de Manuel, se reflejaba la misma paz y serenidad que tenía su padre cuando lo vio muerto en el ataúd el día del velatorio.

-¿Dónde dejaste la vida, Manuel?- le susurró mientras emblanquecía los nudillos de rabia, lloraba al infortunio, expulsando lo que tantas veces había guardado en lo más oscuro de su corazón: la certeza de que el desierto había matado a su hombre de mar.

Irremediablemente, Manuel Díaz se deshizo entre sus brazos, en miles de granos de arena que se elevaron hasta el aire, desapareciendo junto con la calima, hacia el horizonte de su eterno y amado mar.
Poco después, acabó la maldición y terminaron las épocas de las arenas, en el momento en que una lluvia torrencial empapó el cuerpo de María y de todo el pueblo.

No se movió de donde estaba. Se dejó acariciar por el agua anhelada, limpiando toda la desdicha, y carcajeando con tanta intensidad que se escuchó el eco de sus risas hasta varios años después. El resto del pueblo de Arucas se le unió en un día que se percibió un olor a salitre por todas los aires del norte. Era la despedida de Manuel Díaz, que después de permanecer varios años en el desierto de sus temores, lloró de alegría, en una lluvia torrencial y furiosa que cayó durante un año seguido.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Buen relato, Spiderman...Perdón Sr. García Márquez...

Raúl M.V. dijo...

Se me están agotando los elógios hacia la prosa del amigo Modesto. Tendré que tirar de diccionario para poner adjetivos de admiración a sus textos.

Modesto González dijo...

Gracias a ambos. Tanto Celestino como María de los Ángeles son personajes secundarios de la historia que poco a poco voy creando, en una serie de capítulos llamados "Almas Malditas" y que están unidos por unos lazos invisibles, ya sea la muerte, ya sea un deseo...
Estos capítulos no son relatos en sí, sino un resumen de parte de sus vidas, de sus recuerdos, de sus esperas....