domingo, 6 de septiembre de 2009

Mi espacio 38. 6 piernas, 3 bocas, 6 manos,...

“Siempre he sido un hombre de piernas”. Puedo ser el hombre más honesto y sensato del mundo pero unas esbeltas y suaves piernas me pueden llevar a cometer la más absoluta estupidez y convertirme en el mayor de los desgraciados. Una cara se presta más a la subjetividad propia de la belleza: unos ojos pequeños que parecen recién rasgados en el rostro con una hoja de afeitar, encima de una nariz corva de caballete romano coronando una pequeña boca de labios finos y mortecinos, puede ser tan hermosa como unos enormes ojos que armonizan con una nariz pequeña y respingona, bajo los que cautivan unos labios carnosos y rosados. El pelo me da lo mismo. Una melena que cae en cascada sobre los hombros, sedosa y abundante me resuelta igual de sexy que un cabello corto y moldeado a la altura de la nuca enmarcando el rostro. Los culos no me inspiran demasiado. Los culos y los pechos son los grandes embaucadores. Con las piernas soy menos condescendiente.
Débora tenía un buen par de piernas firmes como columnas y siempre rematadas con un capitel de blonda. Solía lucir un moreno natural en cualquier estación del año, pero en verano sus muslos parecían tostados en el horno y untados con dulce de leche. Después de tomar una ducha, reposaba los pies sobre una toalla para masajear sus rodillas, gemelos, y tobillos con una crema hidratante con aroma de vainilla que me obligaba a cerrar el libro, casi arrancarme las gafas y arrastrarme hasta su lado como un perro faldero para percibir el olor que más tarde saborearía. Débora siempre fue transigente con mi fetiche; incluso se encargaba de reforzarlo con un extraordinario muestrario de medias, ligeros con encaje y zapatos de tacones altos de todos los colores y materiales: abiertos a la altura del talón o insinuando los dedos con las uñas esmaltadas en morado y carmesí. Ella tampoco ocultó nunca su afición. Le gustaba de vez en cuando ampliar nuestro círculo de amistades en el dormitorio. Nuestra intimidad estaba bien anclada. Salíamos de casa en dirección a cualquier bar de copas. Teníamos un acuerdo tácito respecto a la elección: ella se acercaba a la chica -siempre eran chicas porque Débora así lo decidió una noche y yo no supe oponerme-, coqueteaba con ella mientras tomaban juntas una copa; entonces yo me iba acercando dando pequeños pasos en círculo como una hiena que espera a que los leones se harten con su presa para después comer lo que queda de ella, y a la primera señal privada por parte de mi esposa las abordaba, me presentaba, explicábamos a grandes trazos y con despreocupada sonrisa lo que nos gustaría hacer en nuestro piso… y una de cada cinco o seis veces salíamos del bar satisfechos, agarrados a la cintura de nuestra huésped. Charlábamos sentados en el sofá mientras tomábamos una copa de vino, escuchábamos algo de jazz con la única luz de las velas y el ambiente comenzaba a relajarse con las risas confidentes de las dos chicas, los besos entre ellas, las caricias entre los tres, mis besos a Débora, mis caricias a la chica, sus besos y caricias a ambos… todas las veces se repetía la misma escenificación; el piano de Thelonius Monk, la seductora danza del humo aromatizado de las velas y el buen vino tinto como atrezzo de la obra.

La chica saltó de espaldas sobre la cama de nuestro dormitorio mientras Débora la besaba tímidamente en el cuello y le mecía la melena. Tenía la piel muy blanca y un bonito lunar en una de las axilas que exhibió al estirar completamente los brazos para ofrecerse a que Débora la desvistiese. Yo me arrodillé junto a ellas y le quité los zapatos a mi esposa. Agarré a la chica por los tobillos y tardé un rato en sacarle las botas altas de cowboy; la despojé de sus calcetines raídos y me entretuve acariciando los dedos y las plantas de sus pies, fríos y algo amoratados. Débora yacía desnuda mientras la lengua de la chica serpenteaba en torno a sus pezones, mordisqueándolos una y otra vez con vehemencia. Débora tenía la mandíbula crispada y se doblaba sobre si misma debajo del cuerpo de la joven que buscaba su sexo alargando la mano derecha y palpando debajo del algodón de las bragas. Conseguí hacerme hueco entre los dos cuerpos que parecían fundidos para desabotonar los ajustados tejanos de la chica. Ella se arrodilló a la altura del pubis de Débora y abocinó su boca bordeando el sexo. Le quité los pantalones con rapidez y me coloqué a su espalda sintiendo, a la vez que acariciaba sus muslos y hundía mi cara en sus nalgas, como se agitaba todo su cuerpo con la melena cubriendo por completo el abdomen de Débora. Mi esposa extendía sus manos como suplicándome que la besara, con la cara lívida y el cabello enmarañado. Rodeé a la joven y la besé apasionadamente después de arrebatarle de su boca insaciable el sexo de mi mujer. Con un gesto brusco la empujé hacia el lado derecho de la cama y empecé a saborear sus piernas, mientras mi esposa respiraba de forma desacompasada y la ella tomaba el necesario respiro, como si fuera un boxeador exhausto en su rincón. Yo mordisqueaba sus gemelos y amasaba la escasa grasa de sus muslos, formando pequeñas vetas en la piel. Repté lamiendo sus pantorrillas y tragué para fabricar nueva saliva a la altura de sus rodillas, huesudas y algo ásperas. Abarqué con mi boca gran parte de ellas y las surqué con mi lengua. Aquellas piernas olían a colonia de baño. Cerré los ojos y las imaginé contoneándose al caminar sobre los altos y finos tacones de unos zapatos de negro charol adivinándose el naciente de sus dedos antes de esconderse en la punta. Yo las besaba, chupaba y apretujaba, y mi esposa libaba el hidromiel que parecía manar de su boca. Débora estiraba las suyas buscando mis labios casi exigiéndome que las devorase como siempre hice, pero mi boca tenía dueñas; mis manos se debían a unas nuevas piernas que me habían hechizado. Nunca, desde que conocí a mi mujer, había sentido tal fascinación por otras que no fueran las suyas. Débora me golpeaba en la espalda y me decía: ven…sube…fóllanos… pero la chica le tapaba la boca con la suya. Acompasaba el movimiento de sus dedos dentro del sexo de mi mujer a la vez que agitaba de arriba abajo sus pies delante de mi cara. Débora gritaba mi nombre una y otra vez y volvía a insistir en que me pusiera encima de ella y la penetrara. La chica me agarró con fuerza del pelo y hundió mi cara en la humedad caliente de su sexo. Lamí con desesperación sus ingles y descendí con la lengua seca por sus mulos. Entonces Débora se la quitó de encima empujándola contra el cabecero y yo rodé sobre el colchón sujeto a ella. Mi mujer abandonó con brusquedad aquella orgía de sudor, lametazos, dentelladas y gemidos. Cogió las bragas de la chica que estaban a los pies de la cama, deshizo el nudo que yo había hecho con sus piernas de alrededor de mi cuerpo y la agarró por los hombros para sacarla de nuestro dormitorio a empellones. Me quedé boca arriba en el centro de la cama, intentando retener el sabor salado del sudor y la tibieza del roce de la piel de nuestra amante.

Perdí a Débora aquella noche.

No contestó a mis llamadas al día siguiente. Por la tarde regresó y me pidió que me marchara de casa. No me dio ninguna explicación. Tampoco se la pedí. Yo sabía que le había sido infiel. No montó ninguna escena; se sentó en el sofá, llenó dos copas de vino y pulsó el play del mando a distancia. La improvisación de Thelonius Monk rompió el incómodo silencio que tanto estaba recriminando mi alevosía. Me senté a su lado y tomé a sorbos el vino. Me encendió un cigarro y lo acercó a mis labios. Permanecimos en silencio, sentados a un metro de distancia, hasta que terminamos nuestras respectivas copas. Débora se levantó; alisó con las manos los pliegues de la falda y abrió la puerta del piso. Pasé a su lado, barrí con la mirada el piso y me detuve en sus magníficas piernas que recorrí de un último vistazo con la boca seca y entreabierta. Puse los pies en el rellano y ella cerró la puerta muy despacio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hoy tuve que cambiar de zapatillas de deporte, las viejas olían mal y estaban rotas por debajo, las uitlizaba para trabajar con ellas en el jardín de la casa donde me hospedo (por ahora...)...Si, sudo, mis piernas se llenan de picadas de las malas hierbas, y mi lengua se reseca...Luego entro en la cocina y bebo agua, a continuación una ducha...¡¡qué placer...!!
¡Pronto, también me echaran de la casa..!
Jejeje...

Modesto González dijo...

Mala elección del protagonista al hechizarse de "la otra". La esposa no aguantó que el marido prefiriese las piernas de otra y de ahí, sus celos. El relato está fantasticamente detallado desde las plantas de los pies hasta el mismísimo centro del placer máximo. Húmedos prolegómenos para el consiguiente clímax que nunca tuvo lugar. Fantástico, Raúl.