jueves, 1 de septiembre de 2011

Una historia real.

Quiero pensar que he tenido una vida muy feliz y espero que siga siéndolo durante muchos años, pero indudablemente mi infancia y más concretamente mi adolescencia, fueron las etapas mas maravillosas que recuerdo, porque están marcadas por diversas circunstancias, de las cuales una especialmente, aún recuerdo con inmenso cariño y nostalgia.

Estas etapas las viví prácticamente en el campo, pues teníamos una casita en la que pasábamos los veranos y los fines de semana también. Era nuestro segundo hogar y donde, al menos yo, me sentía igual que en la casa de la ciudad.

Es más, me sentía mejor porque en el campo era libre de hacer otras cosas que no hacia en la ruidosa y peligrosa urbe. Uno podía salir a explorar el mundo sin temores. Eran otros tiempos.

El caso es que en una de estas salidas de “maniobras” como yo las llamaba, conocí a un niño que vivía dos casas más allá de la mía. El sí vivía todo el año en el campo y se conocía la zona como la palma de su mano. Conocerle cambió para siempre mi vida en muchos aspectos porque durante muchos años fue mi mejor y único gran amigo. Por aquel entonces, era una chiquilla, como decirlo, bastante “machona”, como se conoce vulgarmente a las niñas a las que no les gusta jugar con muñecas. De hecho, hoy en día, les tengo una fobia realmente horrorosa y que es aun más fuerte con esas a las que se les abren los ojos cuando las pones de pie. Pero eso es otra historia.

A mí lo que me gustaba era jugar a los coches, al fútbol, al baloncesto o al Scalextric. Mi hermano tenía uno que echaba fuego cuando hacíamos competiciones.

Algunas veces se nos unía mi amigo del alma a jugar y entonces como sólo había dos pistas, a mí me tocaba observar. En uno de esos momentos, cuando observaba, me di cuenta de que aquel niño de pelo rubio y ojos celestes, me hacía sentir algo a lo que no estaba acostumbrada. Tardé tiempo en darme cuenta, pero sin duda, aquello era amor. Un amor puro como pocos. Un amor sincero y limpio. Un amor precioso.

Sin saber cómo, me vi a mí misma escribiendo su nombre, con cera rosa para más INRI, en la cara interna de la puerta de mi armario. Lo sellé dibujando alrededor un corazón, como si no quisiera que se escapara de dentro. ¿Se puede ser más cursi? ¡Con cera rosa! ¿En qué estaría yo pensando? Ahí creo que dejé de ser tan “machona”…

Así pasaban los veranos entre juegos, risas y fiestas. Algunas veces nos mirábamos furtivamente hasta que alguno se daba cuenta y nos salían los colores a ambos, pero entonces siempre pasaba algo que nos sacaba de aquél estado de tontería transitoria. Era fantástico.

Por aquel entonces yo ya tenía doce años y aun veía la vida como un juego. No tenía muchos amigos y mi única válvula de escape era irme al campo a respirar aire fresco. Pero aquello cambió al siguiente verano. Llevaba todo el invierno sin ir y ya contaba con trece años y debido a una menstruación tardía según los médicos, mi cuerpo empezó a transformarse, pasando de ser el cuerpecillo de una chiquilla regordeta, al cuerpo de una muchachita algo más delgada, más alta y menos torpe de lo habitual. Nunca he sido muy bonita ni he tenido un cuerpo hermoso, pero el cambio fue brutal. Sobre todo para aquellos que no me veían desde hacía tiempo.

También cambió un poco mi forma de ser, pues ya no jugaba con coches, ni montaba en bici ni hacia la mayoría de las cosas que hacía antes. Encontré una pandilla con la que salía a menudo y con la que descubrí cual era mi lugar en el grupo. Todos tenemos un lugar en el grupo. A saber: el graciosillo, el guaperas, el regordete, el echao palante, la tía buenorra, la moderna, la listilla y la feúcha. ¿Adivinan quién era yo?

Gracias a ese grupo descubrí que eso de tener amigos era algo bueno, pero también descubrí que las inseguridades y los complejos se intensifican sobremanera.

Pues bien, parece ser que el destino puede ser muy puñetero y caprichoso cuando quiere, porque ¿A que no saben quién se unió al grupo? Efectivamente, mi amigo del alma. Este hecho supuso un revuelo entre los miembros del “clan” porque su presencia era tan, digamos, contundente en todos los aspectos, que se originaron disputas de todo tipo. El guapo dejó de ser tan guapo, el gracioso dejo de ser el gracioso para ser el bufón, la tía buena dejó de interesarse por el antiguo guaperas para interesarse por el nuevo guapo oficial y así podría seguir un rato. El caso es que el grupo se recolocó, por decirlo de alguna forma y la sangre, finalmente, no llegó al río. Es más, se creó una atmósfera de buen rollo que duró algunos años.

Pero claro, todo rollo tiene un fin y ese fin se produjo cuando al cumplir los 17, me disponía a pasar el último verano en aquel lugar. Realmente aquel verano marcó mi vida para siempre porque disfruté como nunca de cierta libertad, de una cierta independencia que no había tenido hasta entonces.

Una noche, durante un asadero, en casa de no recuerdo quién, mi amigo del alma me rondaba, siempre sigiloso, pero haciéndose notar, hasta que en un momento que yo estaba sola se me acercó.

Me temblaba hasta el píloro, no podía articular palabra, mi sonrisa era una mueca nerviosa y la respiración era más propia de un caballo desbocado que la de una joven sana en la flor de la vida. Eso sí, no se me notaba nada ¡O eso creía yo! Tonta de mí.

Sin darme cuenta, estaba nadando en sus hermosos ojos celestes, perdida en aquella inmensidad, deseando que aquel momento no acabara nunca, acariciando su precioso y suave cabello, enroscando entre mis dedos sus rizos y tirando suavemente de ellos hasta que se zafaban de mis manos.

Podía sentir que nuestras respiraciones se acompasaban hasta ser una y que el mundo alrededor se silenciaba por completo. Para mí no había nadie más en aquel lugar y juro que llegué a pensar que nos habían dejado solos, pero no era así. La casa estaba abarrotada y la música muy alta, pero no escuchaba nada, más que el latido de mi corazón.

Cuando paramos de besarnos y abrí los ojos, me encontré con su hermosa y plácida sonrisa. Le miré perpleja, porque no me esperaba lo que había ocurrido y entonces el me explicó que deseaba hacerlo desde hacía mucho tiempo pero nunca encontraba el momento perfecto. Para mí, ese momento fue perfecto.

Nuestra relación duró unos meses durante los cuales pudimos conocernos de otra manera, nada íntima tengo que apuntar, pero sí muy profunda. Verdaderamente era mi mejor amigo y mi primer gran amor.

Desgraciadamente, mi padre empezó a enfermar y ya no íbamos tanto al campo hasta que finalmente, dejamos de ir. A mí no me dejaban subir sola y el no tenía medios para bajar a verme con la frecuencia que deseábamos y al final, la distancia puso fin a una relación que se perfilaba hermosa.

Con el tiempo, mi grupo de amigos cambió e incluso empecé a salir con un muchacho del instituto. Cuando llevábamos algo más de un año saliendo, mi amigo del alma, nuevamente por caprichos del destino, empezó a trabajar justo enfrente de mi casa. Se había sacado el permiso de conducir y había ahorrado para comprarse un coche. Las distancias entre nosotros ya no parecían tan largas pero para nuestra desgracia, lo eran, pues su corazón también tenía puesto el cartel de “ocupado”.

No recuerdo salir a tirar la basura tantas veces al día, ni ir tanto a la tienda o a buscar algo al coche con tanta frecuencia. Le tenía a 50 metros de mí, pero no me atrevía a acercarme a él para hablar. Era extraño.

Quería cruzar la calle para ir a abrazarle pero algo me lo impedía. Un día el sí se atrevió a acercarse a casa. Me llamó y bajé a su encuentro. Nada más verme, me dio un abrazo sin mediar palabra y cuando me soltó me dijo que jamás había tenido una amiga como yo, que jamás había querido tanto a una chica como me había querido a mí, que jamás iba a olvidarme pero que su vida había dado un giro extraño y que tenía que vivirla sin mí. Luego me besó y se fue.

Por mi cabeza empezaron a desfilar todos y cada uno de los momentos más felices que viví con él y rompí a llorar. No era un llanto triste del todo. Me sentía satisfecha de haber formado parte de su vida y haberle tenido para mí durante un tiempo. Realmente había sido una persona afortunada por haberle conocido. Y me sigo sintiendo así.

Fue la última vez que le vi. Meses más tarde, el mar se lo llevó en circunstancias que aún no entiendo. Buscaron su cuerpo incesantemente, hasta que apareció días más tarde. Supongo que el mar comprendió que no podía ser tan egoísta como para quedarse con él para siempre y viendo que todos le añorábamos, nos lo devolvió, no sin antes quedarse con parte de él. Se quedó con su vida, con su alma, con lo mejor de él y nos retornó el hermoso envoltorio en el que había vivido feliz hasta entonces.

Aquel día, aquellas horas, aquellos instantes, cambiaron mi vida para siempre y aún hoy en día le recuerdo en innumerables ocasiones, más de las que quisiera, porque le veo en muchas personas, en muchos lugares, en muchas cosas e irremediablemente siempre será mi primer gran amigo y mi primer gran amor…

7 comentarios:

Mensy dijo...

Una historia muy tierna, Belén….
Dicen que el primer amor nunca se olvida, sobre todos aquellos que suelen ser más platónicos, que carnales. Aunque tu relato va mucho más allá……………

Juan G. Marrero dijo...

Realidad o ficción, qué fuertes emociones...
¡Muy bueno Belén...!

Ángel Díaz dijo...

muy bueno Belén¡¡ me alegro que escribas :)

Satori Kundalini dijo...

Me entristece y me alegra al mismo tiempo lo que has escrito Belén... pero que bonito.
Que bueno que te animas a escribir.

Belén R. Gesto dijo...

Bueno, para empezar he de decir que es una historia real. Y para concluir sólo decir que gracias. Y gracias, sobre todo a Rafa, a Angel y a Claudio que me animaron a escribirlo. A los demás, gracias igualmente por leerlo y opinar. Un beso para todos!

karnak dijo...

Recuerdo cuando nos contaste la historia. Se me pusieron los pelos de punta. Y ahora al leerlo he sentido lo mismo. Una historia de tristeza y redención.

Belén R. Gesto dijo...

Me alegro de que el relato te hiciera sentir eso Karnak... Me alegro... Y gracias...